A media tarde, el aburrido paisaje boscoso de Urlom dio paso a los no menos cansinos páramos desolados del sur de Anduar, tras doblar el cabo que marca el extremo meridional de Dalaensar. El barco mercante tilvense mantuvo su distancia a varias millas de la costa, no ya por temor a un posible ataque de sus enemigos de los Reinos occidentales del Bien, sino al traicionero litoral salpicado de acantilados y rocas del mar de Barak’da Arnak, allí donde limitan los mares de Loereth y Soramha.

La suave brisa se tornó en un desapacible viento racheado cargado de humedad, y Lia observó como los marineros se aprestaban en ajustar la longitud de las velas, mientras la embarcación viraba en rumbo noreste. Cuando terminaron la maniobra, el contramaestre hizo señas a la joven, indicándole que tomase refugio bajo cubierta, pero ella hizo caso omiso, pues no pensaba perderse detalle de la llegada al puerto libre de Alandaen. Lia se apretó las gafas contra la cara, agachó la cabeza para resguardar sus lentes de la incipiente lluvia, y se aseguró de arrebujar al pequeño Fido bajo el cobijo de su preciosa mantita rosada, mientras se preguntaba si aquel lugar con el que llevaba soñando toda su vida estaría a la altura de sus expectativas.

La obsesión de Lia era una antigua novela que había encontrado entre los libros de su abuelo cuando era niña. ‘Asesinato en Alandaen’ no era precisamente una de las más impresionantes obras literarias de Eirea, pero a la pequeña Lia le resultó fascinante encontrar la trágica historia ambientada en tierras remotas entre la colección de tratados imperiales que componían la biblioteca del viejo. Leyó y releyó el relato de los misteriosos crímenes de Villa Valenti decenas de veces en su juventud, y en algún momento empezó a creer que era cierto, o quizás nunca llegó a entender que se trataba de una ficción.

Los Diyulio, la familia de Lia, gozaban de una buena posición entre la nobleza de Tilva, y la chica había crecido en un ambiente propicio para desarrollar su naturaleza curiosa e inquisitiva. Sus padres nunca habían puesto límites a su avidez de conocimientos -al menos ninguno más allá de los propios de su cultura vasalla al Imperio de Dendra-, y a sus diecinueve años era una joven culta y resuelta, dispuesta a comerse el mundo. Por eso, y a pesar de los intentos por disuadirla de sus familiares, nadie se sorprendió cuando, recien alcanzada la edad adulta, manifestó su intención de abandonar la hacienda familiar para establecerse en la antigua aldea pesquera, convertida ahora, por el auge del comercio, en uno de los mayores puertos del continente.

Así, Lia había vendido la mayoría de sus pertenencias, salvo por unas pocas mudas de ropa que guardaba en su arcón de viaje, su venerada novela, y a su mascota, el mapache Fido. Había reunido sus ahorros y comprado un pasaje en el siguiente mercante con destino a Alandaen. Su ambicioso objetivo era comprar las escrituras de la antigua mansión donde se desarrollaba la trama del libro, otrora residencia del magnate armador, el Señor Valenti, cuyo apellido daba nombre al lugar. Después, pretendía demostrar la veracidad de los hechos narrados en la historia y, si conseguía confirmar algunas de las sospechas y teorías que había elaborado en su mente durante tantos años, escribir una versión ampliada y mejorada con todo lujo de detalles. Quién sabe, quizás incluso podría escribir una continuación… ¡o toda una saga!

El destello de un relámpago lejano rompió el pálido cielo anaranjado del ocaso, sacando a la chica de su ensimismamiento. Lia contó en voz baja: mil y uno, mil y dos, mil y tres… hasta escuchar el trueno cuando iba por el mil y treinta y cuatro. Con un rápido cálculo mental, supo que la tormenta se encontraba a unas dos leguas de distancia. Puesto que sus conocimientos de navegación no iban mucho más allá, le pareció una distancia segura y se regocijó en su interior con orgullo por su pericia matemática. Los marineros no compartían, sin embargo, su tranquilidad, pues sabían que, si las cosas se ponían feas, el temporal podía echárseles encima en menos de diez minutos, pero mantuvieron la calma. No en vano, eran veteranos que habían recorrido esa ruta docenas de veces.

Tras una breve discusión con la capitana, Lia accedió a retirarse de la cubierta del navío, pero no a la bodega, sino a la cabina de popa, gracias al enésimo soborno, pues si algo había aprendido bien la joven desde que había abandonado la casa de sus padres y emprendido la travesía, era lo sencillo que resultaba comprar la voluntad de los plebeyos cuando se disponía de una bolsa repleta de oro. Guarecida de la lluvia bajo el techo de madera, oteó la costa con sus ojos miopes y le pareció distinguir, en la lejanía, una tenue luz que rompía la cada vez más espesa oscuridad de aquel anochecer en que Argan y Velian se encontraban ocultas por las nubes.

La noche era ya cerrada cuando la embarcación inició las maniobras para acceder a la bahía. Aunque la tormenta había quedado al sur, aún estaba cerca, y las olas azotaban con fuerza las rocas del brazo de tierra que rodeaba la cala por su extremo suroccidental, y en cuya punta se alzaba la torre de dos alturas del faro que les había guíado hasta la seguridad del puerto. Pero la atención de Lia se encontraba en el lado opuesto: en el brazo de tierra oriental, un acantilado vertical de mayor altura, que completaba la figura de media luna a cuyo abrigo se encontraba la aldea. La visibilidad era muy escasa, y las luces del puerto no alumbraban lo suficiente como para poder distinguir detalle alguno en la roca maciza.

Y entonces, como un augurio ominoso, otro relámpago iluminó los cielos, y contra el brillante fondo blanquecino de luz pura reflejada en las nubes, Lia contempló la negra silueta del torreón colgante de Villa Valenti, sobresaliendo del acantilado a una decena de metros de altura, y supo que había encontrado su nuevo hogar.