—¿Estás disfrutando del paisaje, Seras? —preguntó Ruger mientras señalaba, con una mano libre, la silueta de la ciudad de Takome que se erguía orgullosa en el horizonte.

Seras aún no se había recuperado del disgusto y Ruger no quería forzar una conversación, así que abrió su petate y extendió una manta en el suelo mientras ella se acercaba a la solitaria roca del homenaje que marcaba la tumba de su madre. Los millares de miradas de un cielo salpicado de estrellas se clavaban en la lápida. La pálida luz de Velian dejaba ver cómo cúmulos de musgo se habían aferrado a la piedra, como si fuesen percebes especialmente testarudos agarrándose al morro de una ballena particularmente interesante.

En el tiempo que Seras guardaba vela por su difunta madre, y adecentaba su lugar de descanso, Ruger hizo una hoguera, preparó un caldo con toda la plétora de sobras de otra comida que guardaba en una bolsita y extendió una acogedora manta en la que desplegó libros, collares y otras pertenencias que otrora Elodie clamaba como suyas. Pronto el caldo se convirtió en una ambrosía dorada que reflejaba la luz de las miradas celestes en la apetecible pátina de grasa que se formó en su superficie.

—Seras, ¡acércate! —llamó Ruger—. Comamos antes del homenaje.

Seras asintió en silencio y ahogó su melancolía en tres tazas de caldo que acompañó de sendos pedazos de pan negro bien empapados en leche especiada. Después, se sirvió un buen pedazo de panceta en salazón para limpiarse el paladar del sabor de la canela y el anís. Su padre siempre se pasaba con la canela.

—Esto está muy bueno, papá —dijo Seras, rebañándose la boca con la manga antes de retomar su cena con hambre voraz.

—Se nota que eres una macarra con hambre, porque no son más son sobras con agua y una piedra de tocino —se rió Ruger—. Ahora mismo te comerías cualquier cosa, tragonzota.

—Voy a coger otra taza, ¡ay! —exclamó Seras cuando su padre le atizó la mano con un cucharón— ¿por qué haces eso?

—La última taza es mía, ya lo sabes —rugió Ruger, dispuesto a defender su segunda cena—. Haber cenado más antes de salir de casa. No se trata solo de crecer en altura, también de crecer en apetito, ¡tragaldabas!

—¡P-p-ero papá!, ¡sabes que estoy creciendo! —Seras sabía que esta jugada la usaba demasiado como para que funcionase, pero tenía que intentarlo.

Ruger rebañó las últimas cucharadas del caldo y se las tragó sin miramientos, dejando patente que no, la jugada no había funcionado. Seras se enfurruñó, pero Ruger la sobornó con unos cuantos dulces de dátil y mazapán que había escondido en la solapa de sus ropajes. Siempre animaban a Seras.

«Hace toda una vida también animaban a Elodie» —pensó Ruger.

Tras tamaña demostración maestra de cómo zampar, descansaron ante la atenta mirada de astros y dioses, acompañados solo por el ulular del viento. En el proceso, la lumbre viva se convirtió en una pequeña montaña de ascuas languidecientes. Fue en ese momento cuando Ruger se sentó de rodillas delante de los recuerdos de su difunta esposa.

—Ven aquí —invitó Ruger a la par que daba palmadas en el suelo a su lado—. Vamos a recordar a tu madre.

—No, papá —replicó una Seras soñolienta—. Ahora no tengo ganas.

—Es importante que lo hagamos, ¿sabes? —suplicó Ruger—. Cuando seas mayor agradecerás que la memoria de tu madre no se haya desvanecido con el tiempo.

—Sí, lo sé, papá. Es que…

—¿Qué pasa?

—¿Puedes hablarme antes de eso de las estrellas? —contestó ilusionada, si por las estrellas o por no hacer el homenaje Ruger no lo sabía.

—Claro, hija. Déjame que coja unas cosas —Ruger se levantó y se dirigió a la roca del homenaje.

—Papá, ¿pero a dónde vas? —Seras no pudo evitar levantarse y seguirlo—. Tu mochila está en el otro lado.

—Tu madre siempre dejaba algo aquí escondido, ¿sabes? —dijo Ruger mientras comenzaba a apartar tierra.

Seras, instantáneamente atraída por el misterio, ayudó a su padre y, al cabo de un rato, sus manos encontraron una manta enterrada. Esta ocultaba un fardo, que a su vez, ocultaba… ¿qué era eso?

Seras nunca había visto nada igual. Era un tubo resplandeciente, polvoriento también, pero resplandeciente al fin y al cabo. Estaba hecho del mismo material que las monedas con las que pagaba sus dulces y tenía dos pequeños agujeros transparentes en sus extremos.

—¿Qué es esto, papá?

—Esto, hija mía, es el telescopio de tu madre. Solíamos usarlo cuando veníamos a esta montaña. Es muy, muy frágil, así que decidimos dejarlo aquí arriba para no correr el riesgo de romperlo al descender.

—¿El qué de mi madre?

—’Telescopio’, hija. ¿Sabes lo que es? —preguntó Ruger, regocijado de ver la ilusión en el rostro de su niña.

—No —dijo Seras, haciendo un gran esfuerzo para aceptar que no sabía algo.

—Tu madre y yo lo usábamos para ver las estrellas —explicó Ruger mientras comenzaba a colocarlo en el suelo—. Era suyo, ¿sabes? y hoy pasará a pertenecerte a ti.

—¿D-d-de veras? —preguntó Seras con una voz temblorosa que danzaba en la fina línea entre emoción y llanto.

—Si, Seras —dijo Ruger tras sentarse a horcajadas delante de su hija—. Siempre que prometas cuidarlo y respetarlo, pues es parte del homenaje de tu madre.

Seras abrazó a su padre en silencio, embarcada por la emoción de, por fin, tener algo que perteneciese a su madre. Poco recordaba de ella, pues era muy joven, y por ello su padre insistía en hacer el homenaje todos los años.

—¿C-cómo funciona, p-papá? —dijo Seras, tras soltarse de su padre y centrar su atención el la nueva cosa brillante que tenía ante sí.

Ruger invitó a su hija a acercarse a mirar por el telescopio. El manto celeste estaba especialmente despejado y claro gracias a los atentos cuidados de Velian. El manchurrón de estrellas y nebulosas que podía verse desde el volcán era fascinante y permitía a los dos halflings maravillarse con las joyas del universo. Joyas que, a su vez, les devolvían la mirada —y no de forma metafórica— sin que ellos tuviesen la más mínima sospecha.