—¿Y esa qué estrella es? —preguntó Seras, que tras un par de horas ya manejaba el telescopio
mejor que su progenitor.

—El cazo de Argán. Se llama así porque, si te fijas, verás que hay otras cuatro alrededor y hacen así
como la forma de un cazo. Tienes que echarle un poco de imaginación.

—Ah vale —Seras aceptó la respuesta sin más miramientos mientras movía el telescopio—. ¿Y
aquellas rojizas de allí?

—El tenedor de Seldar —respondió Ruger, sin pensar—. Sí, definitivamente, el tenedor de Seldar.
Esas dos de ahí arriba son los picos.

—Vale. ¿Y esa otra? —Seras señaló a un manto de luces que orbitaba alrededor de una nebulosa.

—El mantel. Sí, ‘El mantel’ —su padre parecía muy convencido—. Así, a secas.

—Papá.

—¿Sí, hija?

—¿Por qué te lo estás inventando?

—¿¡Yo!?, ¿¡inventando!? —dijo Ruger, con su mejor actuación—. ¡Serás macarra!, ¡yo estaba aquí
cartografiando el firmamento al lado de Elodie cuando tú no habías nacido!, ¡qué sabrás tú!

—A ver papá, es la quinta estrella a la que le pones nombre de utensilio de cocina. El ‘Tenedor de
Seldar’, ¿en serio?, ¿no se te ocurría nada mejor?

—¡Tocado! —dijo Ruger, entre carcajadas—. Hace mucho que no veo las estrellas y ya no
reconozco sus caras, a las que el tiempo ha maltratado tanto como a mi. Acércame el petate y te
enseño algo.

—¿Yo? —preguntó Seras, ofendida porque, siquiera, le sugiriesen dejar por un instante el
telescopio—. Levántate tú a por el petate, so vago.

—No seas macarra, anda. Ve por el petate que tengo algo ahí que te va a gustar y mi estómago aún
se está peleando con la tercera taza de caldo.

Seras aceptó a regañadientes, no por obedecer a su padre, si no por el entusiasmo de sumergirse de
lleno en lo que le gustaba a su madre. Las estrellas la habían absorbido por completo. Tras coger el
petate, se lo dio a su padre, quien extrajo de su interior un paño.

—¡Papá!, ¡no quiero queso ahora!

—¿Queso?, ¿esto? pero mira que eres pazguata —Ruger desenrolló el paño y desveló un libro—.
Esto es el diario astronómico de tu madre. Toma, cógelo.

Seras cogió el libro que le tendía su padre con suma reverencia. Tal era la adoración que sentía por
ella en este momento que —¡estaba segura!— este acto seguramente fuese apostasía, o algo así, en
el Canon de Eralie. No es que fuera muy creyente, pero todo lo divertido estaba mal, acorde a los
clérigos del pueblo, así que imaginó que esto tampoco les gustaría.

El color y olor del tomo desvelaban que era viejo. Sus exteriores eran duros y las hojas crujían al
tocarse, pero eran extrañamente resistentes. Su interior estaba repleto de garabatos y anotaciones de
su madre, quien había dibujado las formaciones de las estrellas usando pluma y cera de colores.

En ocasiones la caligrafía era excelente, a veces no era más que un manchurrón apresurado que
había sido guiado por por entusiasmo más que por el pulso. Las ilustraciones, sin embargo, eran
perfectas, al menos eso pensaba la niña. Artísticamente no tenían valor, pues eran trazos burdos y
casi infantiles, pero a través de ellos Seras podía ver el rostro de su madre. Casi podía imaginársela
delante de ella, sentada en esa misma colina, mientras apoyaba su pequeño cuaderno en la barriga
de su padre.

Seras contuvo las lágrimas. No le costó mucho, porque su interior ardía con el fuego del
entusiasmo. Estaba dispuesta a chapurrear hoy, del tirón, todo lo que su madre había dibujado.

—Gracias, papá —dijo Seras, besando a su padre en la mejilla—. ¿Por qué no coges el libro y, esta
vez, me dices qué nombres son los de las estrellas?

—Claro que sí, mandarina. Trae para acá —dijo Ruger, cogiendo el libro y sentándose más cerca
del telescopio.

Seras comenzó a operar el telescopio con la sorprendente destreza con la que un capitán ebrio
maneja el timón. El telescopio crujía y gemía con los rápidos giros que hacía la pequeña macarra,
señalando regiones celestes que su padre rápidamente buscaba en el diario de Elodie. Ante cada
nueva región identificada, Seras se sentía más y más cerca de su madre.

—¿Papá? —dijo la niña, parando su frenético vaivén de telescopio— ¿por qué esas estrellas se
mueven?

—Todas las estrellas se mueven, hija —respondió su padre, que estaba ojeando una página del libro
—. Lo que pasa que lo hacen muy muy despacio y por eso cada día cambian…

—No, papá —interrumpió Seras—. ¡Mira!

Ruger alzo la vista y contempló la región celeste que señalaba Seras. En efecto, había tres estrellas
que se movían. No hacia una dirección, como una estrella fugaz. Su movimiento parecía… un latido.
Se hacían ligeramente más grandes, inflándose con luz azulada, para después volver a su tamaño
original, rodeándose del haz de luz que expulsaban de su interior.

—Déjame ver —dijo Ruger, antes de coger el Telescopio y hacer unos ajustes en las lentes, cosa
que Seras aún no había aprendido a hacer—. Interesante. No tengo ni idea. Déjame que los busque
en el cuaderno de tu madre.

El halfling se alejó del telescopio —el cual fue inmediatamente ocupado por su hija— y comenzó a
buscar en el libro de Elodie las misteriosas estrellas. Al principio lo hacía guiado por la curiosidad,
pero pronto esta se convirtió en un picor que no se podía rascar. Una molestia en la espalda a la que
no podía llegar. Un susurro cuyo origen no podía localizar, pero que no abandonaba su cogote. Su
mente, ávida por obtener respuestas, instó a Ruger a pasar más rápido las hojas hasta que, por fin,
encontró lo que buscaba.

—¿Papá?, ¿has encontrado algo? —preguntó Seras.

Ruger no respondió.

—¿Papá? —preguntó seras con un tono de despreocupación que enseguida iba a convertirse en
miedo.

Ruger siguió sin responder. La estaba escuchando perfectamente, pero, de nuevo, estaba tan
concentrado en su labor que su cuerpo, sencillamente, no tenía ni un ápice de atención que prestar a
su primogénita.

—¡Papá! —exclamó Seras, que estaba zarandeando a su padre—, ¡respóndeme!

Pero Ruger no respondió. Su hija empezó a zarandarle, pero ello no le hizo soltar el tomo que
sujetaba. El halfling empezó a recitar, en voz muy baja, unas letanías incomprensibles. Seras, ahora
con lágrimas en los ojos que no intentaba ocultar, comenzó a sucumbir a la desesperación de perder
a otro de sus padres.

—¡Despierta, papá!, ¿¡qué te pasa?! —gobernada por la impotencia, comenzó a gritar para pedir
ayuda, pero solo le respondió el eco del ocaso.

En uno de los zarandeos, Ruger cayó al suelo, entre espasmos catatónicos que iban acompañados de
una retahíla de palabras incomprensibles. El tomo se le cayó de las manos, dejando que la escasa
luz de Velian acariciase las páginas agrietadas que estaba leyendo.

Seras no pudo evitar mirarlas.

Y al mirarlas no pudo evitar leerlas.

Y al leerlas no pudo evitar conocer la verdad.

El triunvirato de estrellas estaba dibujado en el libro de Elodie con trazos burdos y recargados. Las
páginas habían sido maltratadas al sufrir el roce de trazo sobre trazo sobre trazo, pero no se habían
roto. ¿O quizás sí?, Seras estaba confusa y su mente no le respondía. Sus ojos no parecían entender
lo que tenían delante.

Los dibujos, al igual que los astros, palpitaban de forma ominosa, hinchándose con la cera que las
rodeaba para luego expulsarla, como brillantes y decadentes garrapatas que engordaban hasta
adquirir el tamaño de higos podridos.

Los frutos abotargados no tardaron en explotar sonoramente, rezumando cera viscosa por el interior
de la página. Los restos de la explosión eran un dibujo más, aunque este atravesó su prisión de papel
y salpicó a Seras, quien notó un líquido deslizarse por sus mejillas temblorosas.

Sus ojos no podían apartarse de la trampa de los trazos y, eventualmente, cayeron en la maldición
de la escritura. Un galimatías que no podía entender. Letras —si es que a eso se le pueden llamar
letras— que no tenían sentido, razón ni orden lógico, pero que, al mismo tiempo, le transmitían
conceptos y sensaciones de una forma que nunca antes había experimentado.

Los textos eran ilegibles. Pero a la vez los entendía. O quizás no, porque cambiaban con cada latido,
retorciéndose y convirtiéndose en una amalgama de runas que se desenmarañaba para convertirse
en otra cosa. Los textos, que habían cobrado vida en el diario astronómico de su madre, comenzaron
a danzar en el papel. También en sus ojos. También en su mente. Pronto llegaron a sus labios,
cuando la niña comenzó a murmurar palabras que aún ni siquiera entendía.

—Los ojos del Augur…

Las palabras mutaron, murieron, renacieron y se transformaron. Se convertían en espirales
enmarañadas que se desenredaban para convertirse en raíces fractales. Seras no podía leer las
palabras, pero sí podía leer significados. Sentimientos. Conceptos que aparecían en su cabeza sin
ninguna representación fonética.

—Sueño. Temblor. Miedo. Renacer. Muerte. Semilla.

El mundo se detuvo para Seras, si es que ‘el mundo’ es algo que haya existido alguna vez. Si es que
acaso Seras vivió alguna vez y no era una construcción más de este texto maldito, que se contrae y
relaja como el pulmón inflamado de un animal moribundo, que sisea una canción de muerte con
cada exhalación.

—¡Glorrathoth! ¡Azar’nyth fylnath! ¡Oä, Nyel! ¡Oä, Phax!

Ya no había montaña, telescopio, ni padre, pero sí estrellas. Estrellas furiosas que rugían con la
vehemencia de un millar de soles. Estrellas que abrasaban a Seras con su fuego cósmico antes de
recomponerla para volver a abrasarla una y otra, y otra vez. La vista de Seras ya no le servía en este
nuevo lugar, sus ojos eran incapaces de interpretar los estímulos sensoriales existentes en este nuevo
mundo. Sus oídos veían colores, sus manos tocaban sabores, su lengua escuchaba los balbuceos de
su padre.

—El sueño azul termina. El durmiente despierta. El sol se muere. La semilla nacerá de nuevo. ¡Oä,
Nyel! ¡Oä, Phax!

El espacio-tiempo se retorcía. Las leyes de la realidad, normalmente distorsionadas por la voluntad
de los dioses, ya no existían, solo eran recuerdos lejanos. Ante Seras se extendía el vacío. Un vacío
eterno. Un vacío lleno de nada, pero a la vez, lleno de todo. Una representación onírica del alfa y el
omega. Del principio y del fin. Del ciclo de renacimiento que profetiza el fin de la existencia, ¿o era
el principio?

—Zh’kotharoth k’nar’myth, ¡Oä! ¡Oä! ¡Nyel! ¡Phax!

»Azath’gnaiya! N’khar’ulth ¡Oä! ¡Oä! ¡Nyel! ¡Phax!

»Ia, nythaloth, gath’karnath ph’glo’ryth, ¡Nyel! ¡Phax! ¡Nyel! ¡Phax!

Durante unos efímeros instantes Seras recuperó la cordura. Esos instantes le sirvieron para darse
cuenta de la insignificancia de su existencia. Para comprender que era una mota de polvo cósmico
en un universo donde los dioses también lo eran. Un universo gobernado por horrores absolutos,
incomprensibles para la lógica, ciencia y hasta para los dioses. Horrores balbuceantes y primigenios
que no pueden explicarse y que gobiernan todos los recovecos de la existencia desde un trono
cósmico. Horrores siderales que duermen un sueño profundo, un sueño que no es más ni menos que
la realidad en la que vivimos. Horrores olvidados cuyo heraldo son las tres estrellas que esta noche
presagian su despertar.