¡Casi dos centenares de Khaldan por un mísero puñado de rábanos!

– ¿Pero quién se creían esos Kattakitas? -rumiaba Brind con cada paso de vuelta-, ¡si los rábanos apenas saben a nada!

Por pura inercia intercambió un gesto a los guardias que vigilaban la entrada subterránea a su hogar secular mientras zozobraba hacia su casa murmurando maldiciones.

– ¿A dónde va a parar este mundo?, ¡¿es qué no ven a donde nos lleva este modelo económico guiado por el mercado?¡ -exclamó Brind, a quien no parecía importarle que llamase la atención-.

– ¡Sí, vamos!, ¡miradme más! -acusó el enano a los niños ojipláticos de la plaza que contemplaban su arrebato- ¡pronto aprenderéis que la casta que impera esta sociedad globalizada en la que vivimos no piensa más que en sus intereses!, ¡que en sus bolsillos!

Silencio y un sorber de mocos. Esa fue la respuesta de su público, cosa que no detuvo al enano.

– ¡No os quedéis ahí como pasmarotes!, ¡alzaos!, ¡el medio de producción ha de estar al servicio del pueblo!, la corona y los poderes económicos viven para nosotros, ¡no al revés!

Silencio. A lo lejos, una pelota desatendida comenzaba a alejarse.

– ¿¡Pero es que no lo veis?!, ¡la inflación es un desajuste creado para que nuestro poder adquisitivo decrezca y el mercado pueda acordar precios por los bienes más básicos, quitándonos así lo que por derecho es nuestro!

El llanto de una niña llamó la atención de un vecino que, a su vez, llamó la atención del nada afortunado orador, que optó por llevarse -apresuradamente- su discurso anti capital a otra parte.

De mal humor, Brind decidió volver a pedir cita para hablar con el rey y así poder explicarle, con pelos y señales, lo mala que era su gestión y la falta de tacto que tenía para con el pueblo. Esta vez -la vigésimo séptima- estaba seguro de que le dejarían entrar.

Mientras practicaba en voz baja su retórica, Brind tropezó y se cayó en el interior de una fuente maciza que había aparecido, de la noche a la mañana, en la plaza de celebraciones.

Nada mas sentir el mordisco del líquido, Brind se levantó repleto de cólera, aullando maldiciones impropias de uno de los suyos. No solo estaba harto de una gestión pésima, si no que, además, ¡empleaban el dinero en crear esperpentos de estatuas!, además, horribles… ¿qué se supone que era eso?, ¿una enana gigante que vertía agua amarilla en el plato en el que ahora él se bañaba?

¡¡Pero qué demonios!!, ¡si no era agua!, ¡era ambrosía carbonatada, transparente, suave y lo suficientemente densa como para poder masticarse!, ¡cerveza enana!, ¡y manaba a galones sin fin!

Dejando el puñado de rábanos de lado y olvidándose de su enfado contra los oligarcas que se apoderaban del 80% de la riqueza, Brind comenzó a beber agua a sonoros sorbos.

Cuando sus mofletes -que no su panza- se cansó de aspirar, se detuvo un momento para leer la placa que lucía la estatua:

«Esta sagrada fuente fue encargada el día 20 de Angthe del año 109 de la Cuarta Era por los Consejeros del Rey Darin Rhomdur Girlhim Azzgrim y Durgan Ethengard Azzgrim como regalo para sus hermanos de Kheleb-Dum, en recordatorio y homenaje a la diosa Gloinar, madre de todos los enanos, cuyos hijos la añoran, la recuerdan y aguardan pacientes su regreso.»

¡Ajá!, así que una estatua a Gloignar. ¿Era una diosa o un dios? Brind se encogió de hombros y dejó esa conversación para teólogos más preparados que él, después de todo, la agenda para la semana se le acababa de llenar de repente.