El fuego de la hoguera chisporroteaba en el centro del campamento, bajo el cielo salpicado de nubes rosadas y anaranjadas del atardecer. Bambo atizó las brasas y giró con cuidado las estacas donde se estaban asando las pocas liebres que Alug había logrado cazar durante la jornada. Sobre el centro de la lumbre hervía un amplio caldero en el que el cocinero estaba preparando una sopa con los huesos de los animales y algunas hierbas de la zona.

– Hermana, ¿iremos mañana a buscar a Zarendine?

Alug suspiró, cansada de repetir una vez más la misma conversación.

– No, Radkum. Zarendine está muerta, todos vimos como se la llevaban.
– No lo sabemos seguro, han pasado varios días y ninguno hemos visto su cadáver. Quizás consiguió escapar y está perdida…
– Debes aceptarlo de una vez, hermano -le interrumpió Alug con lágrimas en los ojos-. Si no hemos encontrado su cuerpo es porque los lobos se lo han debido llevar a su cubil para devorarlo. Tienes que dejar de aferrarte a una esperanza vacía.
– ¿Acaso no es lo que todos estamos haciendo? -contestó Radkum con un amargo desplante- Nhagte dijo que los cazadores del clan vendrían a buscarnos, pero seguimos aquí, solos, y los enfermos empeoran cada día…

Bambo abrió la boca para decir algo, pero su mirada se cruzó con los ojos llenos de furia y frustación de Alug, y las palabras se ahogaron en su garganta. Un incómodo silencio se cernió sobre el grupo, mientras la ligera brisa se tornaba cada vez más fresca a medida que se apagaban los últimos rayos de sol.

La cortina que cubría la entrada de la yurta del sur se abrió a un lado, y de ella salió Enleri con un par de cuencos vacíos. Bambo se apresuró en tomarlos de sus manos y llenarlos de caldo humeante, mientras la niña se estiraba, inspirando profundamente para respirar aire fresco, y apretaba lo nudos de las largas trenzas que caían de su nuca.

– ¿Cómo están? -preguntó Radkum, incorporándose.
– Peor -respondió Enleri, agachando la cabeza.
– ¿Cuánto? -cuestionó Alug, sin levantarse de su posición acuclillada junto a la hoguera.
– Nhagte apenas ha despertado, y cuando lo ha hecho deliraba, y Hilden… solo duerme y se estremece en sus pesadillas -contestó Enleri con un murmullo-. No he conseguido que coma nada.

Alug frunció el ceño y apretó los ojos, embargada por la sensación de impotencia, y su cabeza se hundió entre los hombros, mientras sus labios temblaban de rabia.

– ¿Recordáis la historia que contaba Dyrmen? -preguntó Radkum, emocionado- ¿La de los elfos que habitaban el Bosque de Wareth en comunión con la naturaleza y que conocían todo tipo de remedios? Quizás ellos podrían ayudarnos…
– ¡Basta, Radkum! -le interrumpió Alug, poniéndose bruscamente en pie- Las historias de Dyrmen eran sólo eso: rumores, habladurías. No vamos a arriesgarnos por una tonta leyenda.
– Sé que estás preocupado y quieres hacer algo, Radkum -intervino Bambo, poniéndose del lado de Alug-, pero estamos en peligro y debemos ser muy cuidadosos.
– ¿Y qué nos queda? ¡No podemos resignarnos a esperar! ¡Debemos intentar algo!
– Hermano, cuando naciste, el Broursag dijo que algún día serías un hombre sabio, pero lo único que veo ante mí es a un necio. El camino de descenso es muy peligroso con los lobos al acecho y, aunque lograses recorrerlo, el bosque está fuera de nuestro territorio, lleno de soldados del Imperio que, si te descubren y atrapan, te matarán… o harán algo aún peor contigo. Te prohíbo terminantemente salir de Altyr.
– ‘El Gran Oso sonríe a los osados’. Tú siempre lo decías, hermana, ¿qué te ha ocurrido para que te hayas vuelto tan precavida ahora? -Radkum miró a su alrededor, buscando un apoyo- Enleri, tú estás conmigo, ¿verdad?
– Radkum, la situación es desesperada, y reconozco que mis conocimientos son insuficientes para curar a los enfermos, pero… aunque sea tu hermana y estés acostumbrado a llevarle la contraria, Alug es ahora nuestra líder, y la carga sobre sus hombros es muy pesada. Debemos respetar sus decisiones y obedecer sus órdenes con disciplina, como nos enseñaron.
– Tranquilizáos todos. Ahora mismo estamos muy alterados, pero mañana será otro día y veremos las cosas con más claridad -terció Bambo, mientras ofrecía un conejo asado a cada uno de los chicos-. Llenad la barriga e id a dormir, y veréis como vuestras preocupaciones se desvanecen.

Alug tomó su ración y volvió a sentarse, taciturna, ante la hoguera. Radkum, rebosante de soberbia, rechazó el alimento y se dirigió a su yurta con pasos airados. Bambo se encogió de hombros ante el desprecio, y se quedó ambas piezas para sí mismo, sentándose junto a Alug e intentando darle charla para distraerla. Enleri regresó junto a los enfermos, llevándose su cena y los dos cuencos de sopa.

Los ánimos de Radkum seguían encendidos mientras se arrebujaba en su manta para resguardarse del frío que había traído el anochecer, aunque las punzadas de hambre en su estómago le habían enseñado algo de humildad. El viento soplaba con más fuerza en el exterior de la yurta, y arrastraba consigo terroríficos aullidos. La imaginación del niño galopaba a rienda suelta, e imaginaba a la manada rodeando a la pequeña Zarendine, que se refugiaba, malherida, en la copa de un árbol al que los lobos intentaban trepar.

Desvelado, miró a través del agujero del techo de su yurta. Las nubes se habían alejado, dejando un cielo raso y frío. La bóveda celeste, en aquel lugar salvaje alejado de la civilización, estaba salpicada de un manto de miles de estrellas, y en su cénit brillaba con fuerza Argan, la luna blanca, totalmente plena.

Radkum afinó el oído y aguardó durante casi una hora a que los sollozos de Alug desde el camastro de al lado se apagaran. Aunque intentase proyectar dureza, determinación y sangre fría como líder del grupo, el niño sabía que su hermana mayor estaba desbordada por la situación. Cuando estuvo seguro de que se había quedado dormida, recogió algunas de sus cosas en un petate, salió de la yurta sigilosamente, y se alejó del campamento, perdiéndose en la noche.