Yazzen volteó la última carta con la sonrisa traviesa de un felino dispuesto a rematar a su presa.
– Siete de denarios. Mi Escalera Vorgash vence a tu Sonrisa de Gloignar.
El enjuto halfling pelirrojo temblaba de rabia mientras Yazzen arrastraba el montón de platino a su lado de la mesa.
– ¡No puede ser! ¡Has hecho trampa!
Echándose hacia atrás en su asiento, Yazzen hizo crujir los huesos de su cuello, mientras hacía una señal a uno de sus hombres, situado en la barra, detrás del halfling. El esbirro desenvainó una daga y se acercó con sigilo hasta la mesa, apoyando disimuladamente su punta entre los riñones del pequeño.
– ¡Ay, Francis! Uno no debe hacer tales afirmaciones a la ligera, y menos en un lugar público como este. Pero tranquilo, entiendo que ha sido una jugada arriesgada, y entre la adrenalina y la cerveza tienes los nervios a flor de piel. Respira hondo un momento y reflexiona con calma. ¿Verdad que vas a retirar tu acusación?
El desguazador palideció y tragó saliva. Incapaz de responder, asintió con la cabeza. Yazzen cambió su ensayado tono grandilocuente por susurros amenazadores, que le resultaban mucho más naturales.
– ¿Se te ha comido la lengua el gato, halfling? ¡Te exijo que retires tus palabras con tanta vehemencia como las pronunciaste!
Tomeo, el viejo tabernero, se acercó sujetando un recio remo de madera de dos palmos entre sus fuertes brazos, de músculos forjados por una vida entera como pescador en los mares del sur de Dalaensar.
– No quiero problemas en la Mar Revuelta. Salid a tomar el aire.
Yazzen mantuvo desafiante la mirada de Tomeo. Pronto, la Hermandad se haría con el control de la taberna, y de toda Alandaen, pero Maese Furino había insistido en que debía hacerse con legitimidad. Los Nivrim no querían a los AguasNegras operando tan cerca de su jurisdicción, y cualquier paso en falso desataría una costosa guerra… pero si todo estabo atado y bien atado desde el punto de vista legal, los amos de Anduar sujetarían a sus perros.
El prestamista apuró su aguardiente y se levantó, recogió sus ganancias, y dirigió sus pasos a las calles del puerto. Sus dos guardaespaldas cerraron filas tras él como sombras silenciosas.
Mientras los pasos de sus botas resonaban en los charcos que una fina lluvia vespertina estaba dejando entre los adoquines, Yazzen reflexionó sobre sus operaciones: Alandaen era una mina de oro, llena de paletos e incautos a los que timar. Prestaba el dinero negro de la Hermandad a los lugareños desesperados y a los codiciosos y, cuando no podían devolver su deuda, se quedaba con sus bienes e inmuebles, que después revendía a un precio mucho mayor a los magnates de Anduar. No todos, por supuesto: la Hermandad AguasNegras contaba ya con una nutrida red de pisos francos en la vieja aldea pesquera, convertida hoy en día en el puerto comercial más importante de Dalaensar.
El alcohol consumido apretaba las paredes de su vejiga y le hizo perder el tren de sus pensamientos. Pidió a sus hombres que mantuvieran la distancia y se adentró en uno de los callejones, desabotonó la bragueta de su pantalón y comenzó a aliviarse contra la pared de madera de uno de los almacenes de pescado, cuando una voz chillona le tomó por sorpresa.
– ¡Yazzen! ¡Prepárate!
– ¡Maldita sea, Francis! ¡Debes ser el halfling más estúp..! Ah, eres tú…
Ante el criminal se alzaba un muchacho delgaducho que le apuntaba con el huesudo dedo índice de su mano izquierda, con el brazo extendido. Era el hijo de un noble de Anduar, aprendiz de hechicero, a quien Yazzen había prestado dinero primero, y extorsionado después.
– ¿Cómo estás, chico?
Yazzen le observó a la escasa luz que Velian arrojaba sobre el callejón. Su piel parecía blanquecina, y su pelo largo se veía fino y quebradizo, con calvas. Los párpados bajo sus ojos estaban hinchados y brillaban con un color rosado intenso que le daba un aire enfermizo. La mano derecha, que el joven intentaba mantener oculta tras su capa, estaba surcada de gruesas venas palpitantes de color morado.
– Calma, chico. ¿Qué te ha pasado?
– ¡Tú! ¡Hiciste que mi familia me desheredara!
– Tranquilo, chico. Yo solo fui a pedirles lo que me debías cuando tú no pudiste pagarmelo. Era nuestro acuerdo.
El muchacho parecía fuera de sí y balbuceaba al hablar. Yazzen se sintió más seguro al escuchar a sus hombres acercarse, alertados por el ruido, mientras la intensidad de la lluvia iba in crescendo.
– ¡Me rompisteis el brazo! ¿Por qué? ¡Ellos te pagaron!
– Tu padre pagó la deuda, pero alguien debía enseñarte responsabilidad. Lo que ocurre si no cumples tus promesas. ¿Cómo está el viejo, por cierto?
– Mi padre no es mi Padre. Mi Padre es el Rey.
– ¿Qué dices, chico? ¿Acaso has perdido la cabeza?
Alzando su brazo derecho al frente, el joven mostró lo que ocultaba en la palma de su mano: un cristal morado que había clavado en su carne, a la que había empezado a pudrir, y que brillaba con luz propia.
– Soy el Guardián de las Estrellas. He despertado al cristal y me vengaré de lo que me hiciste. Por el poder del Padre.
Yazzen resopló.
– Mira chico, estaba aguantando tus desvaríos porque estaba de buen humor, pero no voy a soportar tus amenazas. ¿Es que no ves que eres un niñato enclenque, contra tres combatientes experimentados y armados?
Los matones intentaron abalanzarse sobre el muchacho, pero este se zafó y consiguió pronunciar un hechizo:
– ¡¡¡SANGX O AXCID!!!
Los últimos instantes de Yazzen y sus hombres fueron muy dolorosos. La lluvia, ya torrencial, arrastró los restos derretidos de su carne y ropajes hacia las aguas de la cala.
Tras la cubierta de nubes, en la profundidad empírea del cosmos, una estrella morada avanzaba hacia Eirea a la velocidad de la luz, atraída por el latido del cristal.