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    • balmyr
      Moderador
      Número de entradas: 2

      CAPÍTULO I

      —¡Papááá!, ¡estoy cansada! —susurró la criatura—, ¡quiero volver ya!, ¡no quiero hacer el
      homenaje!

      Las quejas no permearon en Ruger, quien lanzó el arpeo con la maña de alguien que lo había hecho
      durante toda su vida. Al notar como el garfio se afianzaba en la cornisa dio un par de tirones de la
      cuerda para asegurarse de que estaba bien aferrada. La última vez que habían venido al homenaje
      habían tenido un pequeño desliz que casi terminó en disgusto y no estaba dispuesto a que sucediese
      de nuevo.

      —¡Papá!, ¡que no quiero!, ¡esto es una tontería! —exclamó la niña, a la par que manifestaba su
      frustración con una sarta de manotazos al aire.

      Los aspavientos y ademanes de la pequeña halfling no llegaron a oídos sordos. Ruger la estaba
      escuchando, pero estaba tan concentrado en su labor que su cuerpo, sencillamente, no tenía ni un
      ápice de atención que prestarle. Seras hacía hoy doce lunas y tenía reservada una sorpresa para ella.
      Todo tenía que salir a pedir de boca.

      La demostración de disconformidad de la niña no hizo si no crecer en volumen y en variedad de
      aspavientos, pero el halfling estaba demasiado enfrascado en sus nudos, asegurándose de que todos
      tuviesen el tamaño perfecto para que…

      —¡Ay! —exclamó Ruger cuando una pedrada le invitó a apartar la mente del trabajo—. ¡Serás
      macarra!, ¡¿por qué has hecho eso!?

      »¿No ves que puedes hacerme daño?, ¿eh? —regañó mientras fruncía el ceño.

      —¡Me quiero ir! —sollozó la niña—. ¡Hace frio!, ¡y viento!, ¡y está muy oscuro!, ¡y además me
      duele un pie!

      —¿Frío?, ¡pero si estamos al lado del volcán! Además, mírate —dijo mientras señalaba a su hija de
      arriba a abajo—. ¡Estás cubierta de pies a orejas en el mejor plumón de la aldea! Eres una quejica.

      —P-pero…

      —P-pero —se burló su padre, haciendo una exagerada imitación de su hija—. Ni peros ni vainas,
      ¡macarra!, ¡ya casi he acabado con el arpeo! —sentenció el halfling, instantes antes de darse la
      vuelta y volver a los nudos.

      La niña no era tonta. Realmente no tenía frío y tampoco temía al viento. Sencillamente estaba
      aburrida. Su padre llevaba un buen rato trasteando con los arpeos y ella estaba en esa época de la
      vida en la que biológicamente era incapaz de permanecer quieta
      demasiado tiempo.

      —¡Ah! —exclamó su padre, girándose de súbito mientras blandía un dedo índice acusador—. ¡Y
      tampoco hace viento!, ¡y mira a la luna!, ¡si su luz verde es tan brillante que puedes ver tu casa! ¡Y
      tampoco me engañas con lo del pie! —terminó antes de volver a nudos, garfios y arpeos.

      Seras concedió la ronda a su padre. Este la conocía demasiado bien y los gambitos de la niña ya no
      solían funcionar como cuando era más pequeña. Así pues, se resignó a entretenerse cogiendo
      piedras y lanzándolas montaña abajo con todas sus fuerzas. Le habría encantado que cayeran
      encima de alguno de los vecinos que peor le caían, pero la fuerza de su brazo no estaba por la labor
      de ayudarla. Aunque entretenidos, los intentos de apedrear residencias ajenas no fueron sino un
      alivio efímero a su caso crónico de aburrimiento.

      —Listo —dijo su padre, atándose en el cinturón una cuerda—. Ya podemos subir a la cima.

      —No quiero.

      —Sí que quieres —rechistó Ruger, que comenzó a atarle la misma cuerda a su hija.

      —¡Que no! —dijo la niña, intentando evitar la cuerda de su padre y haciendo que ambos se
      enredaran aún más.

      —¡Ya está bien, Seras!, ¡siempre la misma cantinela por estas fechas! Se que el aniversario te pone
      triste —la voz de su padre se suavizó—, pero recuerda que lo hacemos por la memoria de tu madre,
      ¿vale?

      —P-p-pero es q-que —gimoteó Seras entre sonoras sorbidas de mocos.

      «Pensé que a estas alturas ya lo habría dejado atrás, pero…» —pensó su padre, impotente.

      Ruger se arrodillo ante su hija, haciendo que el cuero recién curtido de sus pantalones protestase
      con un crujido. Le posó las manos en los hombros y contempló su rostro, rosado tanto por el abrazo
      del frio, por el beso de la niñez y por el pinchazo de la tristeza.

      —Ya estamos casi arriba, ¿sabes?, un empujón más y llegaremos a la cima.

      »Se de sobra que puedes hacerlo —continuó, ante el silencio de su hija— y se que cuando
      lleguemos arriba te encontrarás mejor.

      «Creo que va a necesitar un empujón» —pensó.

      —¿Sabes?, quería darte una sorpresa, pero te la voy a desvelar ahora: creo que ya eres lo
      suficientemente mayor como para que te hable de las estrellas —dijo Ruger—. A tu madre le
      fascinaban y, si quieres, te enseñaré como hacer mapas del cielo, tal y como hacía ella.

      Seras no tardó en alzar la vista y abrazar a su padre el tiempo suficiente para sorber un par de
      mocos. Uno de los más rebeldes se le escapó y tuvo que interceptarlo con la lengua.

      —Vale —dijo la niña, revitalizada por la promesa—. Pues, vamos. Velian va a empezar a bajar y
      será más complicado subir.

      Ruger sonrío, se levantó y enjugó las lágrimas del rostro de su hija. Ambos ya estaban preparados
      para subir y hacer el homenaje a Elodie. Para lo que no estaban preparados, sin embargo, es para
      conocer la verdad.

       

      https://www.reinosdeleyenda.es/noticias/historia/385

      • Este debate fue modificado hace 10 meses, 1 semana por korog.
    • korog
      Moderador
      Número de entradas: 50

      CAPÍTULO II

       

      —¿Estás disfrutando del paisaje, Seras? —preguntó Ruger mientras señalaba, con una mano libre, la silueta de la ciudad de Takome que se erguía orgullosa en el horizonte.

      —Sí, papá —dijo Seras, taciturna, pero sincera—. Es agradable escalar bajo la luz de Velian, para variar. Cuando Argan está llena es un horror lidiar con tanto turista fodechincho.

      —La verdad es que no te falta razón —concedió su padre.

      »Eres una gran escaladora, ¿sabes? Tu madre estaría muy orgullosa de ver la mujercita en la que te has convertido —Ruger no pudo evitar notar el silencio de Seras y sus ojos llenos de emoción, pero prefirió guardar silencio por el resto de la escalada.

      El ascenso por esa parte del monte del destino no era muy complicado. No era especialmente escarpado, Velian los había bendecido con mucha luz y había los suficientes descansos como para que en ningún momento se sintiesen apurados o presionados por subir rápidamente. Además eran halflings, ¡escalar les era casi tan natural como hacer salchichas!

      No obstante, todo esto no impidió que Ruger temiese por su hija a cada paso que subían. Dos cuerdas —una atada a la cintura, la otra cruzada en el pecho— lo unían a su hija. A cada metro que ascendían, su corazón se aceleraba. A cada resbalón, por pequeño que fuese, su congoja se enredaba más y más. A cada exhalación, un miedo visceral se apoderaba de sus pensamientos. Su hija ignoraba todo esto, claro. Para ella escalar era algo innato y tan despreocupado como dormir la siesta.

      Pero esto no le daba tranquilidad a su padre. Nunca dejó que más de dos o tres palmos de distancia le separasen de ella, que iba a la cabeza del ascenso. Cuando por fin llegaron a la cima del ominoso monte, su corazón casi se le salía del pecho, pero no por el esfuerzo, si no por el miedo de que le pasara algo a Seras. Después de lo de su madre no podía permitirse perder a nadie más.

      «¿Por qué me has dejado, Elodie?, no pasa ni un día sin que Seras me pregunte por ti» —se lamentó para si.

      Ambos halflings se ayudaron en silencio a quitarse los nudos que los unían el uno al otro. El proceso involucró, en más de una ocasión, que ambos girasen como una peonza para librarse de los zarcillos que les sujetaban. Para las estrellas del firmamento, que no cesaban de mirarlos, parecían dos patos mareados realizando una torpe danza de cortejo.

      Seras aún no se había recuperado del disgusto y Ruger no quería forzar una conversación, así que abrió su petate y extendió una manta en el suelo mientras ella se acercaba a la solitaria roca del homenaje que marcaba la tumba de su madre. Los millares de miradas de un cielo salpicado de estrellas se clavaban en la lápida. La pálida luz de Velian dejaba ver cómo cúmulos de musgo se habían aferrado a la piedra, como si fuesen percebes especialmente testarudos agarrándose al morro de una ballena particularmente interesante.

      En el tiempo que Seras guardaba vela por su difunta madre, y adecentaba su lugar de descanso, Ruger hizo una hoguera, preparó un caldo con toda la plétora de sobras de otra comida que guardaba en una bolsita y extendió una acogedora manta en la que desplegó libros, collares y otras pertenencias que otrora Elodie clamaba como suyas. Pronto el caldo se convirtió en una ambrosía dorada que reflejaba la luz de las miradas celestes en la apetecible pátina de grasa que se formó en su superficie.

      —Seras, ¡acércate! —llamó Ruger—. Comamos antes del homenaje.

      Seras asintió en silencio y ahogó su melancolía en tres tazas de caldo que acompañó de sendos pedazos de pan negro bien empapados en leche especiada. Después, se sirvió un buen pedazo de panceta en salazón para limpiarse el paladar del sabor de la canela y el anís. Su padre siempre se pasaba con la canela.

      —Esto está muy bueno, papá —dijo Seras, rebañándose la boca con la manga antes de retomar su cena con hambre voraz.

      —Se nota que eres una macarra con hambre, porque no son más son sobras con agua y una piedra de tocino —se rió Ruger—. Ahora mismo te comerías cualquier cosa, tragonzota.

      —Voy a coger otra taza, ¡ay! —exclamó Seras cuando su padre le atizó la mano con un cucharón— ¿por qué haces eso?

      —La última taza es mía, ya lo sabes —rugió Ruger, dispuesto a defender su segunda cena—. Haber cenado más antes de salir de casa. No se trata solo de crecer en altura, también de crecer en apetito, ¡tragaldabas!

      —¡P-p-ero papá!, ¡sabes que estoy creciendo! —Seras sabía que esta jugada la usaba demasiado como para que funcionase, pero tenía que intentarlo.

      Ruger rebañó las últimas cucharadas del caldo y se las tragó sin miramientos, dejando patente que no, la jugada no había funcionado. Seras se enfurruñó, pero Ruger la sobornó con unos cuantos dulces de dátil y mazapán que había escondido en la solapa de sus ropajes. Siempre animaban a Seras.

      «Hace toda una vida también animaban a Elodie» —pensó Ruger.

      Tras tamaña demostración maestra de cómo zampar, descansaron ante la atenta mirada de astros y dioses, acompañados solo por el ulular del viento. En el proceso, la lumbre viva se convirtió en una pequeña montaña de ascuas languidecientes. Fue en ese momento cuando Ruger se sentó de rodillas delante de los recuerdos de su difunta esposa.

      —Ven aquí —invitó Ruger a la par que daba palmadas en el suelo a su lado—. Vamos a recordar a tu madre.

      —No, papá —replicó una Seras soñolienta—. Ahora no tengo ganas.

      —Es importante que lo hagamos, ¿sabes? —suplicó Ruger—. Cuando seas mayor agradecerás que la memoria de tu madre no se haya desvanecido con el tiempo.

      —Sí, lo sé, papá. Es que…

      —¿Qué pasa?

      —¿Puedes hablarme antes de eso de las estrellas? —contestó ilusionada, si por las estrellas o por no hacer el homenaje Ruger no lo sabía.

      —Claro, hija. Déjame que coja unas cosas —Ruger se levantó y se dirigió a la roca del homenaje.

      —Papá, ¿pero a dónde vas? —Seras no pudo evitar levantarse y seguirlo—. Tu mochila está en el otro lado.

      —Tu madre siempre dejaba algo aquí escondido, ¿sabes? —dijo Ruger mientras comenzaba a apartar tierra.

      Seras, instantáneamente atraída por el misterio, ayudó a su padre y, al cabo de un rato, sus manos encontraron una manta enterrada. Esta ocultaba un fardo, que a su vez, ocultaba… ¿qué era eso?

      Seras nunca había visto nada igual. Era un tubo resplandeciente, polvoriento también, pero resplandeciente al fin y al cabo. Estaba hecho del mismo material que las monedas con las que pagaba sus dulces y tenía dos pequeños agujeros transparentes en sus extremos.

      —¿Qué es esto, papá?

      —Esto, hija mía, es el telescopio de tu madre. Solíamos usarlo cuando veníamos a esta montaña. Es muy, muy frágil, así que decidimos dejarlo aquí arriba para no correr el riesgo de romperlo al descender.

      —¿El qué de mi madre?

      —»Telescopio», hija. ¿Sabes lo que es? —preguntó Ruger, regocijado de ver la ilusión en el rostro de su niña.

      —No —dijo Seras, haciendo un gran esfuerzo para aceptar que no sabía algo.

      —Tu madre y yo lo usábamos para ver las estrellas —explicó Ruger mientras comenzaba a colocarlo en el suelo—. Era suyo, ¿sabes? y hoy pasará a pertenecerte a ti.

      —¿D-d-de veras? —preguntó Seras con una voz temblorosa que danzaba en la fina línea entre emoción y llanto.

      —Si, Seras —dijo Ruger tras sentarse a horcajadas delante de su hija—. Siempre que prometas cuidarlo y respetarlo, pues es parte del homenaje de tu madre.

      Seras abrazó a su padre en silencio, embarcada por la emoción de, por fin, tener algo que perteneciese a su madre. Poco recordaba de ella, pues era muy joven, y por ello su padre insistía en hacer el homenaje todos los años.

      —¿C-cómo funciona, p-papá? —dijo Seras, tras soltarse de su padre y centrar su atención el la nueva cosa brillante que tenía ante sí.

      Ruger invitó a su hija a acercarse a mirar por el telescopio. El manto celeste estaba especialmente despejado y claro gracias a los atentos cuidados de Velian. El manchurrón de estrellas y nebulosas que podía verse desde el volcán era fascinante y permitía a los dos halflings maravillarse con las joyas del universo. Joyas que, a su vez, les devolvían la mirada —y no de forma metafórica— sin que ellos tuviesen la más mínima sospecha.

    • balmyr
      Moderador
      Número de entradas: 2

      CAPÍTULO III

       

      —¿Y esa qué estrella es? —preguntó Seras, que tras un par de horas ya manejaba el telescopio
      mejor que su progenitor.

      —El cazo de Argán. Se llama así porque, si te fijas, verás que hay otras cuatro alrededor y hacen así
      como la forma de un cazo. Tienes que echarle un poco de imaginación.

      —Ah vale —Seras aceptó la respuesta sin más miramientos mientras movía el telescopio—. ¿Y
      aquellas rojizas de allí?

      —El tenedor de Seldar —respondió Ruger, sin pensar—. Sí, definitivamente, el tenedor de Seldar.
      Esas dos de ahí arriba son los picos.

      —Vale. ¿Y esa otra? —Seras señaló a un manto de luces que orbitaba alrededor de una nebulosa.

      —El mantel. Sí, «El mantel» —su padre parecía muy convencido—. Así, a secas.

      —Papá.

      —¿Sí, hija?

      —¿Por qué te lo estás inventando?

      —¿¡Yo!?, ¿¡inventando!? —dijo Ruger, con su mejor actuación—. ¡Serás macarra!, ¡yo estaba aquí
      cartografiando el firmamento al lado de Elodie cuando tú no habías nacido!, ¡qué sabrás tú!

      —A ver papá, es la quinta estrella a la que le pones nombre de utensilio de cocina. El «Tenedor de
      Seldar», ¿en serio?, ¿no se te ocurría nada mejor?

      —¡Tocado! —dijo Ruger, entre carcajadas—. Hace mucho que no veo las estrellas y ya no
      reconozco sus caras, a las que el tiempo ha maltratado tanto como a mi. Acércame el petate y te
      enseño algo.

      —¿Yo? —preguntó Seras, ofendida porque, siquiera, le sugiriesen dejar por un instante el
      telescopio—. Levántate tú a por el petate, so vago.

      —No seas macarra, anda. Ve por el petate que tengo algo ahí que te va a gustar y mi estómago aún
      se está peleando con la tercera taza de caldo.

      Seras aceptó a regañadientes, no por obedecer a su padre, si no por el entusiasmo de sumergirse de
      lleno en lo que le gustaba a su madre. Las estrellas la habían absorbido por completo. Tras coger el
      petate, se lo dio a su padre, quien extrajo de su interior un paño.

      —¡Papá!, ¡no quiero queso ahora!

      —¿Queso?, ¿esto? pero mira que eres pazguata —Ruger desenrolló el paño y desveló un libro—.
      Esto es el diario astronómico de tu madre. Toma, cógelo.

      Seras cogió el libro que le tendía su padre con suma reverencia. Tal era la adoración que sentía por
      ella en este momento que —¡estaba segura!— este acto seguramente fuese apostasía, o algo así, en
      el Canon de Eralie. No es que fuera muy creyente, pero todo lo divertido estaba mal, acorde a los
      clérigos del pueblo, así que imaginó que esto tampoco les gustaría.

      El color y olor del tomo desvelaban que era viejo. Sus exteriores eran duros y las hojas crujían al
      tocarse, pero eran extrañamente resistentes. Su interior estaba repleto de garabatos y anotaciones de
      su madre, quien había dibujado las formaciones de las estrellas usando pluma y cera de colores.

      En ocasiones la caligrafía era excelente, a veces no era más que un manchurrón apresurado que
      había sido guiado por por entusiasmo más que por el pulso. Las ilustraciones, sin embargo, eran
      perfectas, al menos eso pensaba la niña. Artísticamente no tenían valor, pues eran trazos burdos y
      casi infantiles, pero a través de ellos Seras podía ver el rostro de su madre. Casi podía imaginársela
      delante de ella, sentada en esa misma colina, mientras apoyaba su pequeño cuaderno en la barriga
      de su padre.

      Seras contuvo las lágrimas. No le costó mucho, porque su interior ardía con el fuego del
      entusiasmo. Estaba dispuesta a chapurrear hoy, del tirón, todo lo que su madre había dibujado.

      —Gracias, papá —dijo Seras, besando a su padre en la mejilla—. ¿Por qué no coges el libro y, esta
      vez, me dices qué nombres son los de las estrellas?

      —Claro que sí, mandarina. Trae para acá —dijo Ruger, cogiendo el libro y sentándose más cerca
      del telescopio.

      Seras comenzó a operar el telescopio con la sorprendente destreza con la que un capitán ebrio
      maneja el timón. El telescopio crujía y gemía con los rápidos giros que hacía la pequeña macarra,
      señalando regiones celestes que su padre rápidamente buscaba en el diario de Elodie. Ante cada
      nueva región identificada, Seras se sentía más y más cerca de su madre.

      —¿Papá? —dijo la niña, parando su frenético vaivén de telescopio— ¿por qué esas estrellas se
      mueven?

      —Todas las estrellas se mueven, hija —respondió su padre, que estaba ojeando una página del libro
      —. Lo que pasa que lo hacen muy muy despacio y por eso cada día cambian…

      —No, papá —interrumpió Seras—. ¡Mira!

      Ruger alzo la vista y contempló la región celeste que señalaba Seras. En efecto, había tres estrellas
      que se movían. No hacia una dirección, como una estrella fugaz. Su movimiento parecía… un latido.
      Se hacían ligeramente más grandes, inflándose con luz azulada, para después volver a su tamaño
      original, rodeándose del haz de luz que expulsaban de su interior.

      —Déjame ver —dijo Ruger, antes de coger el Telescopio y hacer unos ajustes en las lentes, cosa
      que Seras aún no había aprendido a hacer—. Interesante. No tengo ni idea. Déjame que los busque
      en el cuaderno de tu madre.

      El halfling se alejó del telescopio —el cual fue inmediatamente ocupado por su hija— y comenzó a
      buscar en el libro de Elodie las misteriosas estrellas. Al principio lo hacía guiado por la curiosidad,
      pero pronto esta se convirtió en un picor que no se podía rascar. Una molestia en la espalda a la que
      no podía llegar. Un susurro cuyo origen no podía localizar, pero que no abandonaba su cogote. Su
      mente, ávida por obtener respuestas, instó a Ruger a pasar más rápido las hojas hasta que, por fin,
      encontró lo que buscaba.

      —¿Papá?, ¿has encontrado algo? —preguntó Seras.

      Ruger no respondió.

      —¿Papá? —preguntó seras con un tono de despreocupación que enseguida iba a convertirse en
      miedo.

      Ruger siguió sin responder. La estaba escuchando perfectamente, pero, de nuevo, estaba tan
      concentrado en su labor que su cuerpo, sencillamente, no tenía ni un ápice de atención que prestar a
      su primogénita.

      —¡Papá! —exclamó Seras, que estaba zarandeando a su padre—, ¡respóndeme!

      Pero Ruger no respondió. Su hija empezó a zarandarle, pero ello no le hizo soltar el tomo que
      sujetaba. El halfling empezó a recitar, en voz muy baja, unas letanías incomprensibles. Seras, ahora
      con lágrimas en los ojos que no intentaba ocultar, comenzó a sucumbir a la desesperación de perder
      a otro de sus padres.

      —¡Despierta, papá!, ¿¡qué te pasa?! —gobernada por la impotencia, comenzó a gritar para pedir
      ayuda, pero solo le respondió el eco del ocaso.

      En uno de los zarandeos, Ruger cayó al suelo, entre espasmos catatónicos que iban acompañados de
      una retahíla de palabras incomprensibles. El tomo se le cayó de las manos, dejando que la escasa
      luz de Velian acariciase las páginas agrietadas que estaba leyendo.

      Seras no pudo evitar mirarlas.

      Y al mirarlas no pudo evitar leerlas.

      Y al leerlas no pudo evitar conocer la verdad.

      El triunvirato de estrellas estaba dibujado en el libro de Elodie con trazos burdos y recargados. Las
      páginas habían sido maltratadas al sufrir el roce de trazo sobre trazo sobre trazo, pero no se habían
      roto. ¿O quizás sí?, Seras estaba confusa y su mente no le respondía. Sus ojos no parecían entender
      lo que tenían delante.

      Los dibujos, al igual que los astros, palpitaban de forma ominosa, hinchándose con la cera que las
      rodeaba para luego expulsarla, como brillantes y decadentes garrapatas que engordaban hasta
      adquirir el tamaño de higos podridos.

      Los frutos abotargados no tardaron en explotar sonoramente, rezumando cera viscosa por el interior
      de la página. Los restos de la explosión eran un dibujo más, aunque este atravesó su prisión de papel
      y salpicó a Seras, quien notó un líquido deslizarse por sus mejillas temblorosas.

      Sus ojos no podían apartarse de la trampa de los trazos y, eventualmente, cayeron en la maldición
      de la escritura. Un galimatías que no podía entender. Letras —si es que a eso se le pueden llamar
      letras— que no tenían sentido, razón ni orden lógico, pero que, al mismo tiempo, le transmitían
      conceptos y sensaciones de una forma que nunca antes había experimentado.

      Los textos eran ilegibles. Pero a la vez los entendía. O quizás no, porque cambiaban con cada latido,
      retorciéndose y convirtiéndose en una amalgama de runas que se desenmarañaba para convertirse
      en otra cosa. Los textos, que habían cobrado vida en el diario astronómico de su madre, comenzaron
      a danzar en el papel. También en sus ojos. También en su mente. Pronto llegaron a sus labios,
      cuando la niña comenzó a murmurar palabras que aún ni siquiera entendía.

      —Los ojos del Augur…

      Las palabras mutaron, murieron, renacieron y se transformaron. Se convertían en espirales
      enmarañadas que se desenredaban para convertirse en raíces fractales. Seras no podía leer las
      palabras, pero sí podía leer significados. Sentimientos. Conceptos que aparecían en su cabeza sin
      ninguna representación fonética.

      —Sueño. Temblor. Miedo. Renacer. Muerte. Semilla.

      El mundo se detuvo para Seras, si es que «el mundo» es algo que haya existido alguna vez. Si es que
      acaso Seras vivió alguna vez y no era una construcción más de este texto maldito, que se contrae y
      relaja como el pulmón inflamado de un animal moribundo, que sisea una canción de muerte con
      cada exhalación.

      —¡Glorrathoth! ¡Azar’nyth fylnath! ¡Oä, Nyel! ¡Oä, Phax!

      Ya no había montaña, telescopio, ni padre, pero sí estrellas. Estrellas furiosas que rugían con la
      vehemencia de un millar de soles. Estrellas que abrasaban a Seras con su fuego cósmico antes de
      recomponerla para volver a abrasarla una y otra, y otra vez. La vista de Seras ya no le servía en este
      nuevo lugar, sus ojos eran incapaces de interpretar los estímulos sensoriales existentes en este nuevo
      mundo. Sus oídos veían colores, sus manos tocaban sabores, su lengua escuchaba los balbuceos de
      su padre.

      —El sueño azul termina. El durmiente despierta. El sol se muere. La semilla nacerá de nuevo. ¡Oä,
      Nyel! ¡Oä, Phax!

      El espacio-tiempo se retorcía. Las leyes de la realidad, normalmente distorsionadas por la voluntad
      de los dioses, ya no existían, solo eran recuerdos lejanos. Ante Seras se extendía el vacío. Un vacío
      eterno. Un vacío lleno de nada, pero a la vez, lleno de todo. Una representación onírica del alfa y el
      omega. Del principio y del fin. Del ciclo de renacimiento que profetiza el fin de la existencia, ¿o era
      el principio?

      —Zh’kotharoth k’nar’myth, ¡Oä! ¡Oä! ¡Nyel! ¡Phax!

      »Azath’gnaiya! N’khar’ulth ¡Oä! ¡Oä! ¡Nyel! ¡Phax!

      »Ia, nythaloth, gath’karnath ph’glo’ryth, ¡Nyel! ¡Phax! ¡Nyel! ¡Phax!

      Durante unos efímeros instantes Seras recuperó la cordura. Esos instantes le sirvieron para darse
      cuenta de la insignificancia de su existencia. Para comprender que era una mota de polvo cósmico
      en un universo donde los dioses también lo eran. Un universo gobernado por horrores absolutos,
      incomprensibles para la lógica, ciencia y hasta para los dioses. Horrores balbuceantes y primigenios
      que no pueden explicarse y que gobiernan todos los recovecos de la existencia desde un trono
      cósmico. Horrores siderales que duermen un sueño profundo, un sueño que no es más ni menos que
      la realidad en la que vivimos. Horrores olvidados cuyo heraldo son las tres estrellas que esta noche
      presagian su despertar.

       

      https://www.reinosdeleyenda.es/noticias/historia/387

      • Esta respuesta fue modificada hace 9 meses, 3 semanas por balmyr.
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