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    • dgferrin
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      Capítulo 1: Caridad.

      Anduar es una ciudad cosmopolita que ha sabido prosperar con el paso del tiempo. Se encuentra en una posición privilegiada, un gran número de comerciantes se ven obligados a transitarla cada día. El general de la ciudad vela por el bienestar de sus ciudadanos y de los transeúntes que la visitan.

      Mas no conozco urbe alguna que esté libre de altercados. Toda la circunvalación que se encuentra entre las murallas que la rodean, da cobijo a los ciudadanos más desfavorecidos que luchan día a día contra la hambruna y la peste.

      Lesha era una anciana que conocía muy bien esas calles, se levantaba muy temprano todos los días. Ayudada de un bastón de madera, envejecido por el paso de los años, se desplazaba a las inmediaciones de las entradas de la ciudad. No dejaba nada al azar, sabía muy bien en que épocas del año transitaban los mercaderes con más frecuencia cualquiera de ellas.

      Los cruzados de la guardia patrullaban la ciudad como de costumbre, no querían que los mendigos molestasen a los comerciantes que iban llegando. La anciana, que contaba con muchos años de experiencia, lograba esconderse en cualquiera de las calles que estaban más próximas a la principal. Desde allí aprovechaba su oportunidad para abordar a quien fuese con tal de obtener unas pocas monedas de cobre.

      No sólo conseguía dinero, algunos le daban comida, otros alguna prenda de ropa que difícilmente lograban vender en el mercado, pero la mayoría simplemente la miraban con desprecio.

      Antes de la puesta de sol, debía retirarse para descansar. Si el día era bueno y lograba obtener varias prendas u objetos, se dirigía hacia el hostal Comellas. Dormir calentito no hay dinero que lo pague, o si, si le preguntamos al regente de la posada. Hacía esa ruta porque así, aprovechaba para venderle a un joven contrabandista el lote entero que lograba mendigar, aunque no pagaba demasiado.

      Cuando se acerca el invierno y los días son más cortos, cuesta mucho conseguir donativos. Uno de esos días, Lesha creyó que volvería con las manos vacías. En el camino de vuelta, donde antes solo había adoquines y las paredes de la muralla a ambos lados, apareció una cesta hecha de juncos con un recién nacido dentro.

      La anciana se acercó a la criatura, que clavó su mirada en ella con sus enormes ojos negros, esbozando una inocente sonrisa. Disimuladamente miró a su alrededor, cerciorándose de la ausencia de miradas indiscretas. Apoyada en su bastón, hincó las rodillas y con su brazo derecho cogió al recién nacido, estrechándolo contra su pecho. Oculto entre sus maltrechos y desgastados ropajes se lo llevó consigo, no sin antes leer una pequeña nota que se hallaba en la cesta.

      Al día siguiente las ganancias de Lesha se triplicaron, la voluntad para donar de los hombres se hizo más patente al ver a aquella criatura en la más mísera pobreza. Conseguía alimentarla con leche de vaca, proveniente de las granjas del poblado de Brenoic. Uno de los mercaderes, que hacía la ruta de Galador hacia Anduar, conseguía engañar a sus clientes reduciendo un poco la cantidad de cada lote de botellas, así siempre ganaba una botella extra que donaba para el recién nacido.

      Lo que para otros era una carga, para ella se había convertido en una oportunidad. Durante los primeros años de vida de la criatura, Lesha siguió amasando su fortuna. La escondía con la más absoluta cautela, en un hueco que se hacía visible levantando uno de los adoquines de la calzada. Ni siquiera el pequeño conocía el escondite, para ella no era más que un instrumento con el que lucrarse, su gallina de los huevos de oro.

      Dentro del alijo se podían encontrar únicamente dos cosas, dinero en forma de monedas de oro y una pequeña nota que decía: ‘Su nombre es Nazzgrul, por favor, apiádense de su alma.’

    • dgferrin
      Participante
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      Capítulo 2: Desdichado.

      El sol comenzaba a ocultarse detrás de la muralla oeste de la ciudad, todavía quedaban horas de día, pero el camino de vuelta se tornaba peligroso cuando caía la noche. Los maleantes aprovechaban la oscuridad para hacer de las suyas.

      Lesha tenía mucho que perder cada vez que regresaba a su lugar de cobijo, pero solo ella lo sabía. Digo lugar de cobijo porque vivía en una de las esquinas de la almena noroeste de la ciudad. Casi todos los mendigos buscaban al menos dos paredes, así podían montar un toldo que les permitiese resguardarse del sol, la lluvia y el viento. Usaban una pequeña viga de madera, que debía encajar perfectamente en el hueco que quedaba al levantar uno de los adoquines. De esa forma, conseguía una estructura que permitía cerrar completamente la estancia, colocando algo parecido a unas cortinas de tela gruesa. Para ella, como para el resto de desdichados en aquel lugar, ese era su hogar de toda la vida.

      Al llegar a casa, se celebraba algo parecido a un ritual, desenrollaba las cortinas, quedando totalmente protegida contra las miradas indiscretas. Levantaba el adoquín donde guardaba sus pertenencias y contaba todo el dinero. Había acumulado tanto que se vio obligada a agrandar el hueco. Cuando el crío era un bebé no le suponía un inconveniente, ahora ya había cumplido cinco años y comenzaba a ser un problema. Se deshacía de él dándole la calderilla para comprar en el mercado cualquier cosa que le hiciera falta. A veces no necesitaba nada más que se largara de allí y le dejaba comprarse algo para él, aquel fue uno de esos días.

      Debía darse prisa, pues no podía caer la noche al regresar. Al doblar una de las calles, el bullicio de la gente se hacía notar alertando todos los sentidos.

      —¡Tela de seda por un platino! —Exclamaba un comerciante mientras la zarandeaba por el aire.

      —¡Dátiles del Sharframna, frescos, recién recolectados! —Exclamaba otro vendedor ambulante, mientras un ágil mono daba vueltas a su alrededor.

      Nada de aquello provocaba el más mínimo interés en Nazzgrul, que pasaba de largo entre los distintos puestos. El olor a incienso se acrecentaba cada vez más al aproximarse a una de las tiendas del mercado, esto si despertaba curiosidad en el jovencito. Poco a poco se dejó llevar por los sentidos hasta acabar dentro de una extraña tienda. Un montón de manuscritos y desgastados pergaminos de papel, rellenaban cada estante del armario que había al fondo. Dos candelabros, colgados a ambos lados de la pared, dotaban de luz a este místico lugar. Un mostrador de casi metro y medio de altura separaba el armario del acceso al público, sobre él, asomaba la cabeza de vez en cuando el joven que regentaba la tienda. Al ver al jovencito, frunció el ceño y prosiguió ordenando unos libros en uno de los estantes.

      —¡Ejem, Ejem! —Exclamó Nazzgrul intentando atraer su atención.

      El regente del negocio observó de arriba a abajo al jovencito una vez más. Lleno de manchas por todas partes, de no haberse lavado al menos en una semana. Los remiendos que cubrían los agujeros del pantalón parecían desprenderse con la mirada. La blusa de lino ya no podía ser abrochada pues ya no tenía ni botones.

      —¿Que hace un crio de tu edad solo por ahí? —Preguntó el regente.

      —¡Quiero comprar un libro! —Respondió el jovencito.

      —¿Y dispones de dinero para tal menester? a ver, enséñame que llevas en los bolsillos…

      Nazzgrul sacó el dinero que le había dado Lesha y comenzó a contarlo con los dedos…

      Con los nervios, una de las monedas se le desprendió de las manos y fue rodando hacia los pies del tendero, éste la pisó acabando así con su incesante rodeo y se agachó para recogerla.

      La puerta se abrió en ese instante emitiendo un molesto chirrido y otro cliente entró en la tienda.

      —Lo siento chico, ‘Iniciación a la magia arcana’ es el libro más económico del que disponemos aquí y cuesta cinco denarios, por no decir que no es lectura para niños.

      El regente entregó al pequeño la moneda que había salido rodando y siguió atendiendo al resto de clientes. Nazzgrul, compungido y desilusionado, abandonó la estancia y se dispuso a volver a casa.

      Antes de alcanzar la salida del mercado, un muchacho llegaba corriendo, arremetiendo contra todo aquel que se interponía en su paso. Le seguían dos cruzados que habían sido advertidos de un robo a un conocido comerciante. El muchacho tropezó a la altura de Nazzgrul y varios pergaminos y libros se desparramaron por el suelo. Se incorporó rápido como alma que lleva el diablo e introdujo el botín de nuevo en el bolso de cuero. Hizo una seña al pequeño clamando silencio con su dedo índice, luego, sacó algo de dentro antes de proseguir su huida hacia el sur de la ciudad. El pulso de Nazzgrul se disparó considerablemente cuando recibió un viejo y desgastado libro de aquel desconocido tan generoso.

      Los cruzados, que habían perdido la pista del Joven maleante, se detuvieron ante el chico para preguntar qué dirección había tomado en el cruce. Nazzgrul alzó su brazo y éstos se dirigieron hacia el norte exclamando en voz alta: —¡Vamos, vamos, vamos!

      Con el corazón palpitante y sumo cuidado abrió la tapa del libro. Humedeció el índice de la mano derecha y pasó la que iba a ser su primera página. De igual forma comenzó a pasar las demás, cada vez más rápido. Sus ojos comenzaron a humedecerse, las lágrimas se derramaban sobre las páginas mojándolas. No había más que dos cubiertas protegiendo un montón de páginas en blanco. Era su primer libro y estaba vacío.

    • dgferrin
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      Capítulo 3: El tartamudo.

       

      Me quedé allí sentado, agarrando ese maldito libro con mis dos brazos, preguntándome quien demonios se le ocurriría escribir un libro con una pluma sin tinta. Los comerciantes se apresuraban a recoger sus puestos, unas enormes nubes negras oscurecían antes de lo previsto la ciudad, amenazaba tormenta. De vez en cuando, abría de nuevo mi libro y lo cerraba con fuerza, quizás estaba esperando que ocurriese un milagro. La verdad es que nunca creí en esas cosas, si tienes hambre robas una manzana, no te pones a esperar a que algún ente divino baje y te dé de comer. No he visto jamás a nadie rezando en la mesa y que de repente le caiga un pollo del cielo.

      Volví a abrir el libro, aquella vez eran las gotas de la lluvia las que mojaban las páginas, me quedé pesando como habría reaccionado si lo hubiese pagado. De nuevo intenté leer lo que ponía en esa gruesa cubierta, adornada con todo tipo de jeroglíficos: ‘Iniciación a la magia arcana’. Bueno eso es lo que imaginaba que pondría, en realidad aún estaba aprendiendo a leer. Estaba casi seguro de que, si volvía a aquella tienda, habría un hueco en la estantería esperando ser ocupado de nuevo por esta obra. El rufián que me lo regaló se parecía demasiado a su último cliente, aunque si me preguntan, yo no he visto nada.

      La lluvia empezaba a caer con más fuerza, eliminando la suciedad que había acumulado durante toda la semana. Nadie daba una limosna a un crio limpio y vigoroso, Lesha me obligaba a estar sucio todo el tiempo y la comida era siempre más bien escasa.

      Se estaba haciendo tarde y el agua empezaba a calar hasta los huesos. Comencé a correr hacia casa, todavía no debía caer la noche, pero el cielo estaba encapotado y no tenía pinta de querer escampar. Un viejo mendigo, muy conocido en la zona, me invitó a resguardarme del temporal en su morada. Era muy amable con todo el mundo, aunque siempre se metían con él porque era tartamudo. Tenías que tener la paciencia de un caracol para entablar una conversación con él. Llovía demasiado, así que acepte su invitación sin pensarlo.

      —Estás mo, mo, mo, mo, mojado jovencito, prenderé un fuego para que pu, pu, pu, pu, puedas calentarte.

      Me saqué la blusa y el pantalón y los puse a secar enfrente de las llamas, todavía eran débiles y no producían mucho calor. Me senté encima del libro y coloqué las palmas de mis manos enfrente de la fogata. Un rugido proveniente del estómago llamó la atención del anciano, que sin pensarlo dos veces, compartió conmigo un trozo de pan. Hacía tiempo que no probaba un bocado tan exquisito, dijo que se lo había cogido a un comerciante que hace la ruta de Nimbor.

      El viejo mendigo no apartaba la mirada de mi libro, arqueaba las cejas e introducía otro trozo de pan en la boca mientras masticaba con la boca abierta. Comenzaba a ponerme un poco nervioso, solo era un libro con las páginas en blanco, pero era mío. No había tenido algo propio desde que nací y no iba a desprenderme del fácilmente. El anciano se percató de mi inquietud pero no titubeó en preguntarme: —¿De do, do, do, do, donde has sacado ese libro jo, jo, jo ,jo jovencito? —en otra ocasión, le habría tirado una piedra y habría escapado gritando: —¡Adiós! viejo ta, ta ta, ta, tartamudo —es lo que hacen los niños de mi edad en estos barrios con los raritos. Sin embargo, me encontraba desnudo, me estaban dando cobijo y fuera llovía a cántaros. Decidí que el silencio en aquel momento era mi mejor amigo. Me quedé mirándole fijamente, como si hubiese perdido la capacidad de hablar. El anciano insistió una vez más y volvió a preguntarme lo mismo. —¡Fue un regalo! —contesté acelerado y en voz alta—, pero está completamente en blanco.

      El viejo tartamudo, con un gesto y expresión afable, me pidió prestado el libro. No vi la necesidad de negarme y se lo entregué. Abrió esa gruesa tapa y tal como había hecho yo la primera vez, pasó la primera página y se quedó mirándola fijamente mientras asentía con la cabeza. Me pareció que tardaba una eternidad en pasar a la siguiente, humedeció su dedo y pasó otra página mientras exclamaba en voz baja: —¡Aján!

      —Bueno chico, te aseguro que este libro está rebosante de conocimiento —cerró el libro de un sopetón y me lo entregó de nuevo.

      Volví a abrir el libro y …, las páginas en blanco, no entendía nada.

      Mi ropa ya estaba seca, dejó de llover y el cielo se despejó considerablemente. El chaparrón había cesado y ya podía regresar a casa. No sin antes preguntar a aquel viejo tartamudo: —¿Por qué yo no puedo leerlo?

      —Sencillo mu, mu, mu, mu, muchacho, deberás aprender a leer la magia. Se está haciendo tarde, debes regresar antes de que caiga la noche, mañana te diré quién puede ayudarte.

      Me despedí y marché de allí, con total certeza de que esa noche, no conciliaría el sueño…

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