Inicio Foros Historias y aportes Registro 2 de Irhydia corregido

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    • El ojo de Argos512
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      ***

      Buenas al de este mundo y al de otro mundo.

      COn antelación me disculpo, o no, por publicar mi registro 2 otra vez. Cuando me vi en la obligación personal de reescribirlo, cometí algunos errores que me resultan imperdonables. En noticias historia 42, 60, 70, 75, 160 y más, vi el kid de la cuestión. La Asyrr Vorgash es hombre, no mujer, y se llama Kelthur. Por otro lado, quise aprovechar para corregir horrores ortográficos (sí, no errores. Me expreso bien), y de paso, ampliar la historia un poco más.

      No veréis cambios en el comando registros ver irhydia, puesto que n o voy a pedir el cambiarlo de nuevo. Sería demasiado trabajo para el consejo, el analizarlo todo otra vez. Y considerando que el tener el registro 2 o no en la ficha ya no concede ningún valor especial a la misma, en cuestiones de jugabilidad, no me parece justo sobreexplotar al CDJ. Más aún, cuando estoy a punto de solicitar el registro segundo de Eriloin.

      Sin más dilación, disfruten, o no, de lo que bajo estas líneas se desarrolla.

      Salve,

      La Iris de los 22222222 patos.

      ***

      Parte 1. Una infancia feliz

      Aquel glorioso día de mi nacimiento, el sol brillaba más de la cuenta, como si fuese a salirse de la bóveda celeste. La noche de antaño, las estrellas

      parecían faros que, en su deseo de alumbrar el destino de los creyentes, se hicieron ver como grandes candelabros cercando una senda de luz. Ambas lunas

      clamaban mi nombre y… ¿Qué sandeces estoy diciendo? SI el papiro entendiese mis palabras vomitaría la tinta recibida como si hubiese sido envenenado. Casi

      siento lástima por él. Suerte tiene la de no estar vivo. Así se ahorra el pensar y el comprender lo que se guarda en él durante decenas de generaciones.

      ¿A caso mi llegada a Eirea iba a ser tan distinta a la de miles de personas? No, la verdad es que no. Os contaré lo que pasó, simple. Un elfo y una humana

      concibieron un acto, de mucho contacto, , ella engordó cuan camello por embarazarse de mi, y a los nueve meses emergí berreando de lo más profundo de las

      carnosas tierras de má. Fin. Envuelta en mi propio jugo y sangre, seguro que hubiera sido carne irresistible para lobos si hubiese aparecido sola en los

      bosques… Pero no, sería yo quien los cazara en un futuro para mi sustento y enriquecimiento, y el de mis amigos, por supuesto. Así que nada de creeros

      que los dioses me trajeron para ser leyenda. Unos dioses en los que tampoco creo. EL porqué de mi escepticismo lo descubriréis a continuación. Sin embargo,

      debo advertiros con antelación que algunos de los motivos de mi incredulidad resultan bastante desagradables.

      Mis progenitores eran ávidos guerreros, así como mis hermanos. Una hechicera rúnica, Irjadilia, un curtido soldado maestro de armas cortantes pesadas,

      Gorathier, y mis dos ladronzuelos preferidos, Waireth y Kraiteir. Una familia feliz que recuerde, hasta mis diez años, cuando la condenada guerra decidió

      barrerlos a todos de un plumazo. Ese maldito hombre-lagarto amante de la carne y los despojos de los muertos… ¿Cómo se llamaba…? NO lo recuerdo. Ojalá

      pudiese olvidar con tanta facilidad peores penurias, mas sin ellas en mi memoria quizás no podría contar con mi actual experiencia. A partir de ese momento

      una nueva familia me acogió, con la mala suerte de caer en manos de unos fanáticos, cuya imposición de valores y creencias en Eralie a base del raciocinio

      y, sobre todo, de dogmáticos e inútiles discursos sin sentido, en primer lugar; en el del bastón y el látigo, en cuanto me cuestionaba las cosas y me desviaba,

      no pocas veces me hizo perder el norte, haciéndome pensar en lanzarme al vacío desde lo alto de un campanario, fugarme o matarlos. Sin embargo, entre las

      estrictas directrices de su educación, el deber de acudir al cónclave de la guerra de la ciudad al alcanzar los doce años era el menos duro de todos, incluso

      el más gratificante. Al menos los maestros, aunque exigentes, eran tan amables como los alumnos, nadie se ponía extremadamente quisquilloso con la fe,

      y sobre todo, me enseñaron a defenderme, algo increíblemente valioso para alguien con tantas ansias de explorar como yo.

      En aquella escuela aprendí el manejo de las armas, aunque donde destaqué más fue en el uso de filos ligeros y de arcos. Así pues iba a ser tiradora. Era

      mi mayor especialidad. De algunas amables partidas de cazadores pude comprender los gajes del oficio de la caza y el correcto uso de las partes más asquerosas

      e inconcebibles de cualquier animal o planta, aunque, para ser sincera, sigo acrecentando mis conocimientos.

      Con todo, el entrenamiento me animó a sacar fuerzas de flaqueza, a encontrar ángeles en las profundidades del tormentoso Abismo, y tras tantas palizas

      al final me encontré con que sabía cómo convencer a mis adoptivos padres de que me encantaban sus patrañas religiosas. No obstante, llegado el momento

      de pasar por mis años blancos como sacerdotisa de algo en lo que no podía creer, decidí marcharme, dejándoles una bonita carta de despedida en la que remarcaba

      mis recuerdos más felices con aquellos que me criaron (nótese la ironía).

      Parte 2. Hacerse mayor

      ¿Dónde iría? Pues a Anduar, claro. Durmiendo en tabernas de mala muerte; bañándome bajo la lluvia; obteniendo los alimentos directamente de la naturaleza

      como la cazadora experta en la que me había convertido; trabajando en la confección de zapatos de lujo.

      La empresa “El Calzador Esmeralda, muy popular entre la aristocracia local en aquellos días pasados”, era propiedad de un noble, cuyas miradas lascivas

      me hacían pensar en su hambre carnal, a pesar del sufrimiento que me pudiera causar. Mi arco, sin embargo, lo mantuvo a ralla durante todo ese tiempo,

      hasta que, en un agresivo intento de cumplir sus deseos en la arboleda de Ucho, una flecha de plata de mi arma preferida decidió volar con certero augurio

      hacia su estómago y dejarle morir lenta e inexorablemente, gritando de dolor como una gata desollada en vida. Nada quedó de su cadáver, pues una bonita

      salva de munición ígnea dio lugar a una nube incendiaria que rodeó su forma inerte de un fuego que todo lo destruye, eliminando cualquier rastro de lo

      que en aquellas tierras había sucedido. Con las joyas que pude vender de su cuerpo, jamás hallado, cómo no, me permití unos lujos más que inasequibles

      para los de mi condición en las estancias nobles de la taberna del dragón verde, mientras que, como miembro de una partida de caza, decidí contribuir al

      comercio de las carnes y las plantas de diversos tipos. Fue Shilops, el botánico del jardín más importante de Anduar, quien me enseñó gran parte de lo

      que no aprendí por mi cuenta sobre vegetación venenosa, curativa y comestible.

      Por vivir tanto en la taberna del dragón verde, pude conocer a personas más que sorprendentes. Algunos groseros borrachos, orgos civilizados (el aquel

      entonces joven Karsig sería buena muestra de ello), enanos fiesteros, mas siempre dispuestos a hacer amigos y a alargar las noches hasta el alba, creyentes

      y no creyentes en diferentes deidades, orcos y kobolds salvajes, otros que renegaban de su anárquica y caótica sociedad y decidían desaparecer a ojos de

      sus congéneres… Incluso algún bardo, creyente en Seldar, casi logró llevarme a la senda del antagonista de Eralie. Claro que cuando conocí la historia

      de unos huérfanos que apuñalaron repetidas veces a un inquisidor de Galador por tantos años de adoctrinador sufrimiento, pues como que perdí toda fe, aunque

      eso es historia para llenar otro rollo de tinta.

      Parte 3. El amor es efímero.

      Mi primer y único amante, Sirgol, alegría de almas atormentadas por el dolor, célebre intérprete musical, narrador de historias, poemas y chanzas, también

      apareció en aquella ciudad. Sus amigos y yo poco tardamos en hacer buenas migas, y aunque no compartía su interés por la rebelión del Culto al Lujo contra

      el imperio dendrita, considerándola imposible e innecesaria, la verdad es que me dieron bastante en que pensar, aun más buenos recuerdos que cualquier

      otra compañía de mi vida hasta la fecha. Por desgracia, no duraría mucho. Una de aquellas rebeliones salió mal, muy mal, y el movimiento de Sirgol se perdió en el olvido, junto a todos sus integrantes.

      Resumiendo bastante, y omitiendo aún más, digamos que la tarea de aquellos rebeldes se dedicaba, en principio, a algo aprobado por el imperio dendrita. Eliminar a todos aquellos maleantes que moraban por las sendas cercanas, agazapados bajo las escasas sombras del desierto, o entre el denso follaje de la sabana, o simplemente alimentar a algunos de los mendigos, lo cual ya empezaba a ser cuestionable por el emperador. En principio, no se relacionaron con el sector más indecoroso del movimiento que pretendía derrocar a la Asyrr. Todos aquellos asesinos y violadores eran descartados en el acto. Sin embargo, los ladrones, e incluso los traficantes, aunque por supuesto, otras gentes de bien, eran recibidos con los brazos abiertos.

      A pesar de lo bien que parecía estar fluyendo aquel asunto, hubo un momento, en que mis instintos me hicieron saber que, en su último viaje, no podría dejarles solos. Es así, como me aventuré a seguirles en sigilo desde Anduar, por si se metían en líos… Y no me equivoqué. Dos de los aliados de Sirgol, llenos de envidia, eclipsados por el arte y erudición de mi bardo, le traicionaron, contándole a Keltur Vorgash cómo iba a iniciarse la revolución. Con tal de resolver el asunto, el gobernante acudió a cofrades entre las sombras, negociando con sus enemigos, los anárquicos de Golthur Orod y Ankarak, el precio de los miembros del grupo de Sirgol. Vivos y preparados para sufrir una tortura indescriptible, tenían mayor valor que, simplemente, muertos.

      Emboscaron al grupo en Wareth, donde habían acordado reunirse con miembros del Culto al Lujo. Aún recuerdo como, envuelta entre las hojas de la copa de un árbol, escuché cómo empezaron a sonar los aceros. Los gritos de dolor. La música tranquila de Sirgol, que en poco se convirtió en un punteo de arpa, invocando el poder del cono de frío. Así fue, como el bosque cambió de color, y el verde se tornó rojo.

      Murieron todos. Solo se salvó Sirgol. Únicamente, porque, traicionando mi neutralidad, disparé a dos bárbaros que trataban de arremeter contra el superviviente. Obviamente, nadie supo nada sobre mi participación en todo aquello, que había sido nula hasta el momento de salvar a mi amante. El rostro desencajado del orco que me acusó entre convulsiones: ¡Tú, maldita traidora bastarda! Tal vez lo soy, pero en el nombre del amor, incluso tal acto parece legítimo, ¿no? Al fin y al cabo, se han desatado guerras por motivos mucho más triviales.

      Le cogí la mano a Sirgol y empezamos a correr hacia el sur, seguidos por el temblor de un ejército imparable. Un terremoto que, lentamente, iba acercándose a nosotros, amenazando con sepultarnos bajo una horda de huesos, músculos, carne, magia y aceros. Nos dirigíamos raudos, hacia la muerte que debía salvarnos. Hacia las banshees de Maragedom. Hacia el espectro de Sheeta, quien, de hacerlo bien, nos libraría de todos los perseguidores en cuestión de segundos. De cometer un solo error… Digamos que ahora mismo no estaríais leyendo el relato de mi vida.

      Al alcanzar aquel espectro, y venciendo todo miedo que la presencia fantasmal nos pudiese haber producido, ayudé a mi querido bardo a subir a un árbol cercano, antes de que la dama muerta desatara el terrible poder de su cacofónico lamento. Aquellos que ansiaban cazarnos se convirtieron en presas. Un poderoso alarido resonó bajo nosotros. Todo aquel ejército se deshizo en bramidos infrahumanos de dolor. Acto seguido, miles de cabezas estallaron, manchando la marchita hierba de rojo, desparramando sesos por doquier y haciendo rebotar cientos, miles de ojos, entre tronco y tronco, como si de un bulgar pase de pelotas entre niños se tratara. NO hubieron testigos. Solo el lamento de los muertos, tan desgarrador que, fácilmente, podría enviar a cualquiera al otro lado, solo con ser oído durante unos instantes.

      Al fin, todo había acabado. Ni el más mísero kobold pudo escapar de Sheeta y sus gritos de dolor. Observé el resultado de la carnicería desde las ramas superiores del árbol que habíamos trepado, entre satisfecha y acongojada, debido a la masacre que un solo ente había causado en menos de diez segundos. Haciendo de tripas corazón, traté de observar sonriente a Sirgol, mostrándole mi apoyo. Buscando transmitirle mi calma. La confianza, en que todo iba a salir bien. Bueno, al menos, todo lo bien que era posible, dadas las circunstancias. Al fin y al cabo, él estaba a salvo. Quizás hubiese sobrevivido alguno de nuestros amigos, y todo. Pasado el peligro, debíamos abandonar nuestro refugio, cuidando el no ser avistados por la dama caída, y encontrar a nuestros compañeros. Sin embargo, no tardé en descubrir que mis últimos pensamientos habían sido erróneos, cuanto menos. Al encontrarme con el rostro pálido, los ojos aterrados, y el temblor en todos los movimientos de mi querido bardo, supe que no estaría a salvo nunca, ni mucho menos. Puede que mis abrazos, besos, caricias y susurros le consolaran entre las hojas de aquel árbol, así como en las múltiples ocasiones de congoja que precedieron a aquel espectáculo de muerte sin parangón, mas la amenaza jamás hallaría su fin.

      Lo probamos todo. Nos refugiamos en los pueblos más recónditos, tan solo para protegerle. AL fin y al cabo, yo no estaba en peligro. Aún no comprendo cómo no me relacionaron con todo aquello. Por lo menos, un sicario nos recibió en cada una de las ciudades Eraliitas. Incluso en las heladas islas de Naggrung, se cotizaba la vida de Sirgol. Tampoco es que me extrañe tal suceso. Al fin y al cabo, Keel, por muy libertaria que sea, es una urbe repleta de camorristas de toda índole. Teniendo en cuenta, además, el temible poder localizador de los adivinos que, sin duda, habrían sido contratados por la Asyrr Vorgash, sobornados con una cuantiosa suma de centenares, miles, millones de platinos, estaba claro que aquello no iba a concluir bien.

      Nuestro último movimiento fue el acudir a Eldor, pero de nada sirvió. Hasta allí había llegado la corrupción del imperio. Y es que un trío de lanceros Aranäe nos emboscó en las lindes del bosque que rodeaba a la aldea de Aethia. En realidad, la condición de “Aranäe” de aquellos hombres, a mi juicio, era bastante cuestionable. Por no decir que unos verdaderos guerreros de Eldor no atacarían a inocentes, mucho menos por algo tan devaluado para ellos como lo era el dinero. Aquellos individuos desgarbados parecían más fugitivos que otra cosa. Rebeldes de un sistema, con el que, a mi pesar, debo mostrar mi parcial disconformidad. No creo que sea así como funciona la naturaleza del hombre, mas tampoco es que conozca la historia de aquel pueblo, lo suficiente como para emitir un juicio de valor. Tengo presente el objetivo de conocer, con mayor detalle, la cultura de aquel pueblo. Tal cuestión no nos incumbe ahora mismo. En definitiva: con sus ropajes raídos, y lanzas repletas de un verdecino y enfermizo moho, dudo que el reino del relativo bien  quisiera a aquellos luchadores entre sus filas. No estábamos seguros, sin embargo, de cuáles eran las lealtades en juego. No escatimamos en precauciones, so pena de arriesgarnos a ser considerados enemigos del pueblo.

      Entre mi bardo y yo acabamos con aquellos traidores en potencia. A continuación, enterramos los cuerpos, con tal de que no pudiesen culparnos de lo sucedido. Sí. Podríamos haber informado a los consejeros de Eldor, o quién sabe qué autoridad local, responsable de atender los asuntos de la plebe en persona. Pensándolo bien, habría sido una solución más inteligente, mas el miedo por el futuro de mi amado Sirgol, si resultaba que todo aquello era un complot de los gobernantes, me hizo optar por la discreción. Sigilo que, por cierto, mantuvimos con recelo, ocultándonos en la cueva del río blanco, hasta planificar el siguiente paso. Como podéis imaginar, ya no hubo ninguno.

      Y es que, huyendo junto a mi querido bardo de la implacable justicia imperial, hacia lo más profundo de las grutas del lago de Aethia, solo pude ver en sus ojos, el miedo por el inevitable destino de recibir, más pronto que tarde, una tortura y ejecución tan cruel como la de sus compañeros, capturados y castigados meses antes, a manos de las nada tolerantes legiones de Dendra. Sí. Mencioné que todos los integrantes del grupo de Wareth murieron. Sin embargo, habían más. Muchos más. Todos ellos, sufrieron destinos aún peores que una despedida rápida del mundo terrenal. Algunos fueron quemados, otros ahogados en ponzoña burbujeante, otros atados a un

      palo de hierro más alto que la torre negra de Mor Groddur durante el transcurso de una tormenta eléctrica, otros abandonados a manos de una sociedad anárquica, en medio del el Erial de los condenados, donde unos orcos decidieron clavarlos al suelo mediante estacas de madera y dejarlos sofocarse y pudrirse al Sol, o bien

      empalarlos con terribles armas de asta roñosa, decorando con sus esqueletos el primer nivel de la fortaleza de Golthur Orod. Siendo tal su aciago destino, a pesar de todos los esfuerzos que empleamos en encontrarle un lugar en el que empezar de nuevo, Sirgol decidió acabar con todo. Los detalles de su muerte me los ahorraré por el momento. Resultan demasiado íntimos, personales y potencialmente perturbadores, como para ser explicados sin ningún atisbo de reservas. Lo único que puedo testificar en estas líneas que escribo bajo las copas

      de los árboles del Claro de los Nyathor durante la puesta del Sol, sin arriesgar secretos que, únicamente, serán conocidos por aquellos en quienes más confío, es que no sufrió ningún dolor ni temor en el poco tiempo que le quedó.

      Parte 4. Lo que nos queda

      Destrozada como estaba, solo pude acudir a su hogar, tal y como me pidió, y simulando una muerte aun mucho más temible de uno de los líderes del movimiento rebelde, escribí unas cartas a la capital del eterno cielo gris, gracias a las cuales me consideraron  fiel acólita de Seldar. Ello me permitió ganarme

      la vida en otro lugar más, a pesar de que en realidad no creyese en ninguna divinidad y tuviese que fingir en ocasiones para conseguir beneficios, de otro

      modo inalcanzables.

      Pasados unos años, atormentada por los recuerdos relacionados con la ciudad, decidí emprender mi camino de nuevo a Anduar, no sin antes despedirme, aun con falsedad quizás, de gente despreciable, como Hermillo, a quien no sé ni como logré conocer, para mi desgracia. Algunos, sin embargo, se mostraron más simpáticos durante mi estancia, hasta el punto de convertirse en verdaderos confidentes. Ismutus fue uno de aquellos que logró llenarme el corazón de esperanza. Obviamente no compartía las creencias del sacerdote, lo que curiosamente no resultó ser ningún impedimento para con nuestra mutua confianza. Fue sorprendentemente

      bueno conmigo, así como con sus allegados. Lo pagó con su vida, ayudando en la defensa de una importante partida de campesinos que pretendía refugiarse

      en la fortaleza de Dara durante una incursión orca. A pesar de su honorable muerte, los dioses, o quién sabe qué, le concedieron el honor de regresar de entre los muertos. Tal vez jamás había llegado al túnel de espíritus, en realidad. Eso nunca lo sabremos. El hecho es que retornó. Eso sí. Se ha vuelto algo más sanguinario, si cabe. Aunque ahora compartamos opiniones más diversas y, en algunos puntos, conflictivas, seguimos llevándonos bien. Él comprende mis razonamientos y motivos, del mismo modo que yo entiendo los suyos. Eso nos basta para compartir, aun tal solo en ocasiones, multitud de momentos agradables.

      Mis días siguieron transcurriendo durante viajes alrededor de toda  Dalaensar, siempre y cuando no decidía volver a Anduar para trabajar y ayudar con parte

      de mis beneficios a los pobres, cuya brecha de oportunidades con los ciudadanos de aquella urbe no para de crecer a cada mes que sucede al anterior. Mis

      mayores y sinceras felicitaciones a la ciudad más próspera del continente. Sus pieles exteriores son de diamante y mármol blanco pulido a conciencia, mientras que en su corazón la gente muere y muere y vuelve a morir de inanición por el capricho de unos pocos indeseables, que distribuyen los recursos económicos a favor de quienes los adulan. Pero claro, ¿qué puede hacer una simple arquera errante como yo? Las revoluciones no acaban bien si no se planifican con gran detalle y cuidado, tal y como me mostró la funesta suerte de Sirgol. Una dura lección sobre la realidad de este mundo, de la que conviene reírse por no enloquecer. Al menos no todo es malo, y tal vez en otra vida, en otro nuevo juego de azares, la buena suerte sea más considerada con los desfavorecidos.

       

      Rol:

      Irhydia no es, tal vez, la persona más sociable del mundo. No, porque no sea capaz de relacionarse con aquellos con cuyas opiniones difiera enormemente, pues por algo es extremadamente comprensiva, sino porque evita, en la medida de lo posible, las reuniones con cargadas multitudes. Difícilmente la encontrarás en una fiesta con cientos de desconocidos, organizada en alguna taberna local, a no ser que acuda junto a amigos, o bien junto a conocidos reseñables. En tal caso, sus reservas se vuelven más flexibles.

      Se presta a ayudar a otros en la medida de lo posible, siempre y cuando no se vea obligada a intervenir en conflictos entre seguidores de uno y otro dios. Todos ellos, a su juicio, absolutamente absurdos.

      No le importan las cuestiones de racismo, ni siquiera la suya. Tampoco aborrece a los drows, ni a mestizos de tal raza. Comprende que el racismo entre pueblos es algo tan absurdo como las guerras que, bien por uno u otro dios, se libran día sí, día también. Sembrando de cadáveres, incluso los parajes más hermosos y exóticos(desde bosques, hasta el infierno situado bajo la fortaleza de Golthur. Bello, aunque de modo particular), que jamás deberían ser mancillados por un conflicto mundano y sin sentido, entre seres que podrían llegar a entenderse mutuamente.

      Ninguno es su hogar, y ninguno necesita. Sus experiencias le han demostrado, que, hasta en pueblos típicamente bondadosos, como Veleiron y Aethia, alguna oveja negra se empeña en hacer todo el mal posible. Incluso en aquellas tierras de gentes más malévolas, desde el punto de vista de algunos, al menos, pueden hallarse auténticos faros de luz. Su morada se encuentra en cualquiera de los parajes por los que decida moverse. Estableciéndose en alguna urbe o pueblo, durante un tiempo. Explorando las tierras nevadas de Naggrung, y sobre todo, recorriendo algunos de los bosques más frondosos de Dalaensar, en los que puede vivir de manera autosuficiente sin problemas. Viéndose obligada a regresar a la ciudad, en ocasiones, con tal de reparar algunos de sus equipos, demasiado especiales como para poder ser tratados mediante medios convencionales. Su espíritu es nómada, cuanto menos,. NO hay morada más acogedora que aquellos a los que aprecia y los paisajes donde se siente más cómoda. Y es que no hay mayor placer que dormir bajo la copa de un árbol y el manto estrellado de la noche, mientras los murmullos de un río cercano, el gri gri de los grillos, y los lejanos ululares y aullidos llenan la foresta con sonidos relajantes. Quizás, los desiertos son lo único que se le resisten. Demasiado áridos y peligrosos, como para aventurarse en ellos, sin la guía de un explorador experto.

      Las penurias por las que ha transcurrido su vida le han dotado de un cierto humor negro, que le permite soportar mejor aquellos momentos más sombríos de su existencia. No dejando que tales le corrompan. Muchos podrían llegar a cerrarse a las emociones, las relaciones sentimentales, incluso las de amistad, después de sufrir los peores estragos en las mismas, o negarse a mostrar amor alguno, por no haberlo recibido en los momentos de niñez, durante un período de tiempo demasiado prolongado para un infante. No es el caso en Irhydia, puesto que, al contrario de lo que se podría pensar, se muestra bastante receptiva, en lo concerniente a tales materias, mostrándose emotiva y sensible. Capaz, sin embargo, de ocultar sus emociones, o posponerlas en los momentos en los que sea necesario. Siendo extraordinariamente cuidadosa y protectora con aquellos a los que aprecia. Por el contrario, haz daño a uno de sus amantes o amigos, y lo lamentarás, de un modo u otro. SI es benevolente, tu sufrimiento terminará rápido. Si no ha pasado buena noche… Más te vale rezar. Tal vez algún dios misericordioso te oiga y ponga fin a tu dolor. ¿O tal vez no? Quien sabe. Puede que descubras que, para tu desgracia, aquel a quien has adorado durante tanto tiempo con fervor, no te profesa el mismo afecto. No se arriesgará a romper relaciones con pueblos y gremios enteros, por meras cuestiones de venganza. En ese punto es bastante fría, como suelen serlo los que esperan el momento oportuno para abalanzarse sobre una presa, sin dejarse llevar por los impulsos y el rencor. Dirigiendo su ferocidad contra quien realmente se la merece, sin causar daños colaterales de cualquier índole. Si no es capaz de cumplir su salvaje propósito, hallará modos más calculados de hacerte pagar tu atrevimiento, aunque tales métodos no sean más que travas diplomáticas y o económicas, y no dedicará más tiempo del requerido al pensar en todo ello. Ni siquiera  disfrutarás de la oportunidad de regocijarte en el hecho de haberla destrozado por dentro.

      La ya mencionada vida nómada de Irhydia, le ha proporcionado, junto a todo su entrenamiento en las artes de la guerra y la supervivencia en la naturaleza, unos instintos de cazadora, sumamente desarrollados. A menudo es capaz de predecir los peligros inminentes, antes de que sucedan, confiriéndole un valorado margen de reacción. Tales cualidades se extienden para con sus más allegados. Amantes, amigos y conocidos, entre otros, por lo que tales instintos mencionados no son simplemente de conservación. Con aquellos a los que aprecia sobremanera, suele mostrarse sumamente protectora, como ya se ha mencionado en líneas anteriores, de modo que podría llegar a hacer casi cualquier cosa por sus seres queridos, siempre y cuando no se viese obligada a intervenir abiertamente en un conflicto de los que considera inútiles, o a traicionar y dañar la confianza y los sentimientos de aquellos a los que ansía mantener a salvo.

      ¿Y en temas de religión, cuál es su posición? Una cuestión, sin duda compleja. EL ateísmo de Irhydia no se ve justificado por el hecho de no creer en ningún dios. Muy al contrario. Es consciente de las manifestaciones divinas. Poderes curativos que, según el conocimiento genérico, solo pueden ser alcanzados mediante una comunión absoluta con alguno de los seres que gobiernan este mundo. La existencia de ciertos objetos, también abala, por si misma, la irrefutable existencia de los dioses. Simplemente, no confía, ni cree, en ninguno de ellos. ¿Va a Eralie a resolver sus problemas? Por el momento, no le han causado más que inconvenientes, aquellos que lo adoraban con fanatismo. ¿Va a Seldar, a bendecirle con alguna habilidad de suma relevancia? También se han cometido atrocidades en su nombre. Sea cual sea el panteón que unos u otros apoyan, da igual el ser a quien uno o una adore. La personalidad de cada individuo es independiente de las creencias que uno tenga, como bien han demostrado algunas de sus amistades más recientes.

      Objetivos:

      Toda su vida han hecho de Irhydia alguien preocupada por aquellos que no son capaces de defenderse. Por ello, siempre que le sea posible, limpiará los caminos y demás lugares de gente desalmada, cuyo corazón es tan negro que, por un mísero oro, podrían llegar a matar con saña. Así mismo, entiende que hay enemigos contra los que no valen razones. Seres extraplanares, como elementales, muertos vivientes, demonios y ciertos tipos de dragones, son, en esencia, caóticas fuentes de destrucción. La única manera de detenerlos, o como mínimo, frenarlos, es combatir contra ellos. Eso es lo que hará, siempre que pueda, hasta el fin de sus días.

      Los conocimientos adquiridos en la extracción de despojos durante la caza, ya sea de meros animales, o de bestias más temibles, combinada con la amplia experiencia como sastre,, adquirida en sus años como maestra del oficio en “El zapato esmeralda, le han dotado de la capacidad de elaborar equipos de gran valor, ideales para combatir a los engendros ya mencionados. Tratará de ponerlos a disposición de cualquiera que pueda necesitarlos, siempre y cuando tal tarea le resulte posible. Sin pedir, en ningún caso, un pago desproporcionado. AL fin y al cabo, no ansía para nada alforjas repletas de oro y platino.

      La vida de una nómada implica, en un momento u otro, la necesidad de salir a mar abierto. Aprenderá los gajes del oficio del marinero, hasta llegar a capitanear una embarcación, aunque sea pequeña, en la que pueda desplazarse por las aguas junto a cualquiera que desee acompañarla en sus aventuras por los confines de Eirea. Tanto los conocidos, como los que aún quedan por descubrir.

      La vida de los semi-elfos suele ser bastante larga. En el caso de Irhydia, parece ser que la herencia élfica ha llegado más allá de lo esperado, pues apenas acusa los efectos del lento envejecimiento. Por no decir, que no los siente en absoluto. A tal fin, la vida puede llegar a ser muy larga, casi eterna, o concluir en un suspiro. La respuesta a tal disyuntiva dependerá del ser abominable de turno. Entre tanto, sin premura alguna, tratará de adquirir conocimientos como artesana y picadora de piedra, de modo que pueda elaborar, en algún momento, flechas, saetas, dardos, pendientes, collares, y armas más sofisticadas, sin limitarse al uso de ramas, plumas y piedras para fabricar proyectiles simples. Municiones que, aun efectivos en la mayoría de ocasiones, resultan ridículos al emplearse contra demonios o dragones.

      Por último, maneja con perfección todo tipo de armas de proyectiles. Sin embargo, no desea estancarse en el campo de la arquería. EN el modo en que le sea posible, jamás cesará en el entrenamiento de su físico, sus habilidades en el combate cuerpo a cuerpo, por muy pobres que tales puedan llegar a ser contra rivales realmente temibles, y en el uso de otro tipo de armas ligeras, como látigos de tamaño y peso reducido, fáciles de mover con destreza (sobre todo arpeos, que son lo único usable de familia lacerante para la clase tirador), cuchillos y puñales. En definitiva. Lenta, aunque inexorablemente, “alcanzará el grado máximo en todas las maestrías posibles”.

       

       

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