Shihon contemplaba impasible como un ocaso tardío llegaba a Zylwynnör No Wareth. El comienzo del crepúsculo recogía apresuradamente la brillante luz del día, como la misma vivacidad con la que un amante furtivo recogería las pruebas de su traición. La sangre de la reina aún era verde.

Los vívidos tonos del bosque se sustituían por ocres, marrones oscuros y sombras largas y densas como el aceite que resbalaban por las ramas de los árboles hasta derramarse sobre la hierba pisoteada por la columna de soldados.

¡Uh-uh!

El ulular del primer búho. El signo inequívoco de que la hora se aproximaba. Con él, el melódico canto de los gorriones se silenció paulatinamente para permitir a los grillos comenzar con su rítmica percusión. La sangre de la reina seguía goteando y zigzagueando por la corteza del árbol.

¡Uh-uh!

Como un director de orquesta, el búho marcaba con precisión de metrónomo las voces del bosque. El lejano talar se sustituyó por una brisa floja que rozó la piel de Shihon y meció sus trenzas anaranjadas, los grillos ganaron fuerza y ocultaron los tímidos pasos de los roedores, que intentaban escaparse de los pasos sigilosos del lince que salía a cazar bajo el auspicio de las lunas.

¡Uh-uh!

El elfo se giró hacia la copa que tenía a su derecha, viendo como Arlen le devolvía la mirada y asentía con la cabeza antes de agarrar una liana y descolgarse hacia el norte, valiéndose del viento para ocultar sus movimientos. El silencio de la primera nacida contrastaba con la furia de Filverel, oculto en los arbustos del suelo, que parecía incapaz de controlar la furia y respiraba con el ímpetu de su espíritu animal.

Los pasos de la columna comenzaron a organizarse al mismo tiempo que la savia derramada se tornaba anaranjada. La reina, casi moribunda desde su trono de raíces, les hacía saber que se habían puesto en marcha. Se acercaba la hora.
Shihon por fin vio al búho, o, mejor dicho, a Cheyrth, quién aterrizó en una rama cercana para comenzar a convulsionarse mientras su cuerpo crujía y parecía romperse. Un suspiro después, la elfa desnuda contemplaba la senda del bosque que tenían bajo ellos.

– Se acercan, Shihon. -Susurró en la lengua de los suyos-. Un Raug dä está con ellos.

El líder asintió. No era extraño, pues sus últimas emboscadas habían causado muchos daños a los usurpadores, quienes se vieron obligados a comenzar a armar a sus profanadores con acero y hachas para hacer sangrar al bosque.

– Mae govannen, Cheyrth -susurró Shihon-. Nos limitaremos a seguir el plan. La sangre nos protegerá si tenemos problemas.

– La reina no está en condiciones de hacerlo.

– No, y me temo que nunca lo volverá a estar si seguimos permitiendo que su vínculo empático con el bosque decrezca a medida que estos profanadores le arrancan la vida -respondió el líder-. Como siempre, nos arriesgamos todo. ¡Victoria o muerte!

– ¡Tùr egor gurth! -replicó la Corvyx con énfasis-. Que la sangre sea contigo.

Shihon asintió, si bien sabía que Cheyrth ya se había dejado caer silenciosamente al suelo.

El rítmico paso de la columna de soldados imperiales pronto se hizo tan evidente como la intensa luz que provenía de las antorchas que usaban para guiarse en la oscuridad del bosque.

Ocho soldados con armas variadas en una columna de dos filas que protegía a cuatro profanadores y un Raug dä. El imperio empezaba a tomarse muy en serio este conflicto. Shihon sabía que no podrían alargar durante mucho más esta batalla, pero se cuidaba de expresar esos sentimientos en alto. La reina estaba moribunda, los suyos ya eran muy pocos y suya era la responsabilidad de…

¡Uh-uh!

El súbito aviso de Cheyrth rompió sus pensamientos y marcó el inicio de la emboscada. El líder humedeció las yemas de sus dedos en la savia de la Reina, ahora roja, y se marcó los ojos con las franjas rituales del combate.